Béjar en el corazón

31 Ene
Béjar (Salamanca)
En atención a mis lectores, publico a continuación, el relato con el que he quedado finalista en el premio XLIV “Casino Obrero de Béjar”, titulado “Béjar en el corazón”

A Ignacio Martín Sánchez
Tanto mis padres como mis abuelos se conocieron en un taller textil. Una tradición amatoria familiar que parece sólo diferir por la lejanía de los escenarios.
Efectivamente, mi abuelo, Ambrosio Hernández Hernández, conoció a su esposa, Fuencisla García Pérez, en una factoría textil de Béjar (Salamanca), mientras que mis padres, Rodrigo Hernández García y Violeta Giardone, lo hicieron en una fábrica de Don Torcuato (Buenos Aires). Entre estos dos puntos, a uno y otro lado del océano, hay un camino de historias de la Guerra Civil con sus consecuentes episodios de discrepancias ideológicas entre hermanos-incluso carnales- persecución, miseria y esa necesidad inexcusable que es el hambre, más que ninguna capaz de mover al hombre a emprender apremiantes aventuras, incluso peligrosas y temerarias –qué se puede perder ya, cuando todo parece perdido-. De este modo más que forzoso, después de haberse cocinado hasta las propias suelas de sus zapatos, mi abuelo, Ambrosio Hernández Hernández, abandonó con todo el dolor de su corazón, esa ciudad natal suya, de la que se sentía tan orgulloso por esa tradición cultural y artística, que la hacía única en el mundo y de la que solía hacerse lenguas, en cuanto el vino de algún almuerzo le abriese el alma a la nostalgia. Así, nosotros, sin salir de Argentina, aprendimos a llevar en la sangre el orgullo del bejarano, poniendo el acento en cuestiones tales como la presencia del palacio Ducal, que sirvió de episodio a las páginas de “El Quijote”, la novela española más universal, lo que le ha llevado a ser proclamada “ciudad cervantina”, la posesión de la plaza de toros más antigua de España y de esa fábrica textil, célebre por confeccionar los mantos de la mismísima Casa Real, donde mi abuelo tuvo el honor de trabajar y la gran suerte de haber conocido a la que fue su futura esposa, Fuencisla García Pérez, oriunda del próximo pueblo, Navalmoral de la Mota, e incondicional compañera más de adversidades que de fortuna en una vida marcada por las vicisitudes y el desarraigo.
Así, mis abuelos, acompañados de un hijo de corta edad, mi padre, Rodrigo Hernández García, tomaron, pocos años después de que la guerra asolase de miseria al país, un tren que les llevó de Béjar a Salamanca y, desde allí, otros vehículos de diverso pelaje con dirección al Puerto de Santa María, donde habrían de emprender navegación hacia Buenos Aires, haciendo una parada en Cabo Verde. Parada que les dio ocasión de conocer la pobreza aún mayor de esas otras criaturas que vivían en el próximo continente. Pues, como nos contaban a menudo a modo de tragicómica anécdota, una de las diversiones de los viajeros era arrojar monedas al mar para ver cómo los nativos, con urgente premura, se lanzaban al agua, por altas que fuesen las olas, trayéndolas cual inestimable botín, bien aferradas entre sus dientes. Mis abuelos no les arrojaron moneda alguna; ni les sobraban ni, en cualquier caso, querían contribuir a la humillación de aquellos pobres infelices. En aquella travesía, iban cargados de muy pocas posesiones y su única prenda de valor era la esperanza. También las raíces que se llevaron como una preciosa semilla que plantar al otro lado del océano para que, por generaciones y generaciones, hijos, nietos y bisnietos, aún nacidos en Buenos Aires, nunca olvidásemos que, ante todo, éramos bejaranos. Por eso, ahora, que, gracias al milagro de internet, puedo contemplar las imágenes de esa ciudad que me han enseñado a amar como propia en la distancia de miles de kilómetros, la reconozco con la misma emoción del que la ha habitado, aunque, mis escasos ingresos –la crisis llegó antes a Argentina- nunca me hayan permitido visitarla y aceptar la siempre pendiente invitación de mi tía- abuela, Remigia Hernández Hernández , que, ya nonagenaria, continúa viviendo allá. En esta navidad bonaerense, a treinta y tanto grados de tórrido calor, con mi remera de mangas cortas y mis ojotas, miro con lacrimosa morriña esa otra navidad de montañas nevadas, que tantas veces recordaban mis abuelos, mientras, sentados a la mesa, tomábamos el asado de Nochebuena en el jardín de nuestra casa de Don Torcuato. Para el postre, mi tía Eufemia, nos había preparado unas perronillas, según la tradicional receta de Béjar que, a veces, acompañábamos de auténticos alfajores españoles, que, algún familiar, residente en España, nos había enviado por correo y nosotros recibíamos como si se tratase de caviar. Esos alfajores de almendra pura con su toquecito de ajonjolí, tan diferentes de los argentinos con su relleno de confituras o dulce de leche y su cubierta de chocolate. “Esto sí que son alfajores”, decía mi padre, embargado de orgullo español.
Los alfajores solían ir acompañados de una botellita de anís del Mono, que mi abuelo apuraba con devoción pasional hasta animarlo al chiste y los villancicos. La botella, ya vacía, nos servía de instrumento para acompañar las coplas, al modo español, rasgando la superficie rugosa con un cuchillo.
No era extraño que mi abuela Fuencisla, estando la fiesta en su punto álgido, arrancase a bailar una especie de jota, saltando con los brazos en alto, según decía que se hacía en las numerosas romerías que se celebraban en Béjar; “La de los Paporros” la de “La virgen del Castañar” y otras muchas, que daban oportunidad a conocerse a mozas y mozos de los pueblos vecinos.
De todas las fiestas de Béjar, siempre presentes en el recuerdo de mis abuelos, a mí me gustaba escuchar aquella tan pintoresca y surrealista de “Los hombres de musgo”. Parte de una historia del siglo XII, según la cual, los cristianos por arrebatar la plaza a los moros que se habían adueñado de la ciudad, se cubrieron de musgo para, así, camuflados, poder traspasar la fortaleza. Una vez burlada la vigilancia, pues los ocupantes los tomaron por seres sobrenaturales, los enmusgados se lanzaron sobre sus enemigos, que gritaron, “traición, traición”, por lo que la puerta flanqueada recibió el nombre de “Puerta de la traición”. Desde entonces, cada Corpus Christi, un grupo de hombres se cubren de musgo como los de antaño, procesionando por el casco antiguo sobre las calles tapizadas de pétalos de flores y hierbas aromáticas.
Yo, que siempre he sentido debilidad por los disfraces, fantaseaba con la idea de salir como “hombre de musgo” en dicha procesión, una vez que pudiéramos aceptar la invitación de la tía Remigia o, quién sabe, si volver a España de modo definitivo. Mi padre me solía decir; “hijo, tú naciste en Buenos Aires, pero eres español y algún día tendrás que volver a España”. Y, dulce ingenuidad de infancia, yo me lo tomaba como algo inminente. Pero después llegó la dictadura militar –el miedo de mi abuelo Ambrosio a que se repitiese lo de la Guerra Civil como en España-, la corrupción, el corralito, la crisis y, lo peor, la muerte de mi propio abuelo Ambrosio. Lo mató una de esas nochebuenas, aunque no fue esa misma noche cuando murió. La culpa, siempre dicen, la tuvo una indigestión de lechuga que lo descompuso en la madrugada. A nadie se le ocurrió que el asado, del que también dio buena cuenta, le hubiera sentado mal. En Argentina, es impensable que un buen asado le pueda sentar mal a nadie. Después de tantos años por acá, algo tendría que pegársenos de la psicología gaucha, viste.
Aquella noche, sin embargo, la que murió fue mi abuela Fuencisla, quien, alarmada por el estado de mi abuelo, salió en mitad de la noche a buscar ayuda en la calle, a grandes voces y a la carrera y con tal pavor, que le sobrevino un ataque cardiaco que la dejó fulminada en la acera.
Mi abuelo Ambrosio, por su parte, que no salió de su estado de postración, le sobrevivió sólo una semana; incapaces, hasta el final, de vivir el uno sin el otro. Ahora para transmitirnos el sentimiento de españolidad sólo quedaba mi padre con la cómplice colaboración de mi tío Miguel y mi tía Pili. Pero se bastaron y se sobraron, sobre todo, mi padre que se convirtió en el alma mater de las asociaciones de inmigrantes españoles en Argentina.
Ya he dicho que mi padre llegó con seis años acá, no obstante, nunca dejó de comportarse como un español de toda la vida y hacer de nosotros lo propio. Hizo lo imposible por recuperar su segundo apellido, García, que perdió al llegar a tierras pamperas. En España, el apellido “García”, como “Sánchez” o “Martínez”, es un bien de poco aprecio; significa ser uno de tantos, pero para el argentino que pretende seguir siendo español es de una distinción inapreciable.
Como ya dije antes, mi padre, Rodrigo Hernández García, conoció a mi madre, Violeta Giardone, en un taller textil de Don Torcuato (Buenos Aires.) Según tengo entendido y comprobado, por las fotos que aún conserva de su juventud, era un mozo más que aparente, cualidad que unida a su labia habilidosa y su arte para el galanteo –se atribuye a su sangre española, esa capacidad innata para hacer de donjuán- traía de cabeza a casi todas las chicas del taller, entre las que parece ser que hacía verdaderos estragos. Mi madre, Violeta Giardone, de ascendencia italiana, como puede hacerse notar por su apellido, era una muchacha prudente, discreta y muy atenta a su trabajo, que hacía caso omiso a la constante bravura piropeadora de tan temible pollo pera. Por miedo, en parte, a su reputación de seductor rompecorazones y, ante todo, por respeto al inminente compromiso de matrimonio que ya había adquirido con un panadero, vecino del pueblo de Don Torcuato.
Como suele ocurrir en tales casos, la resistencia numantina de aquella moza, cuya decencia no desmentía de su lozana frescura como una fruta en sazón, le hizo a mi padre perder del todo la cabeza y, por completo olvidado de sus anteriores flirteos, centrar todo su potencial de avezado galán en ir, a fuerza de apasionados requerimientos y constantes atenciones, ablandando, día a día, gota a gota, aquella roca que no tuvo más que ablandarse como la arena al embate de la ola. Tal fue el tesón estratega con el que el guerrillero Hernández, de genuina sangre bejarana, se propuso ganar aquella plaza que no hubo rival que la pudiese defender. Así fue como mi madre, Violeta Giardone, terminó por devolverle el anillo a su novio, el panadero, que quedó achantado al punto de abandonar para siempre el pueblo de Don Torcuato hasta que nunca más se supo y convertirse, a cambio, en la esposa del galán Rodrigo para gran envidia de las numerosas noviecitas que el redomado donjuan había ido dejando en el camino. Hasta ahí, las aventuras amorosas del muchacho Hernández, que ya convertido en hombre de familia, puso toda su pasión en el trabajo y en hacer de sus hijos, prósperos hombres de provecho que algún día volverían a España, con la frente muy alta y una honesta fortuna, labrada con sus propias manos. Pero, como todos sabemos, la honestidad hace ricos a más bien pocos y la de mi padre, en aquellos tiempos de caos y corruptelas, casi le cuesta la vida a base de disgustos. Para colmo de decepciones, de sus tres hijos varones –muy mal llevado esto por mi madre que deseaba una niña como a nada en el mundo- ninguno heredó su vocación de electricista. El que más cerca anduvo fui yo, pero el enchufe que más me gustó siempre conectar fue el de mi bajo eléctrico, decantándome además por el estilo punkie-rock que, según el, sólo eran ruidos desagradables. “Niño, arregla la radio, que está rota”, decía, mientras ensayaba, a todo trapo, mi último hit en el quincho.
Aunque, una vez que hubo de aceptar que mi querencia por la música era inquebrantable a sus sermones aleccionadores sobre el futuro seguro del hombre de provecho –para muchos de nuestros mayores, un músico no ha sido sino un vagabundo y un gandul, al fin y al cabo- me sugirió que, en lugar de dar aquellos gritos horrendos, contará en mis canciones historias bonitas y reales. Así, como la de mi bisabuela, Olegaria Hernández, madre de mi abuelo, Ambrosio Hernández Hernández, natural de Béjar, que en su día vendió un burro a unos gitanos que iban de camino a Andalucía. Fiel animal, que, añorando la compañía de mis ancestros y, tal vez, harto de los palos con los que lo enfilaba la familia calé, volvió a los pocos días, por cuenta propia, a su primer hogar, donde fueron de nuevo a reclamarlo los gitanos, bastante desazonados por la pérdida de tan valiosa mercancía, “¿Has visto al burrico, Olegaria?”, decía que le gritaban a la puerta de la cuadra de tan desobediente animal.
Por complacer a mi padre, le puse música a aquel relato que a mí también me hacía mucha gracia, pero me salió a ritmo de cumbia, lo que mi padre consideró un auténtico sacrilegio, ya que se trataba de una historia muy española que, como tal, requería un ritmo netamente español. “Hasta que no sepas cantar una jota o un palo flamenco, no vas a tener ni idea de lo que es la música”, sentenció mi padre con contundencia.
Así ha sido siempre mi padre; lo que no tuviese raigambre española, carecía de cualquier mérito. Cuesta creerlo en una persona que sólo vivió seis años en su querido país natal, pero fue lo que le transmitió su padre Ambrosio y lo que quiso sembrar en sus hijos, guardando celosamente anécdotas e historias en un cuaderno para que nunca olvidásemos cuáles eran nuestros orígenes y el genuino color de nuestra sangre. Tal vez, o sin duda, no he podido llegar a ser lo que él quería, ni electricista, ni, del todo, español. Es difícil serlo cuando uno ha nacido y se ha criado en Buenos Aires, sin haber pisado nunca ese país. Pero lo cierto es que ahora que la edad me va templando los arrebatos, que ya no soy ese punkie-rock, rebelde y desafiante, me voy acercando más a comprender a este viejo mío. Como se comprende a los padres, claro, más con el corazón que con la cabeza. He comprendido y he querido con inmensa ternura a mi viejo, cuando este invierno en Buenos Aires- verano, en España- sembró de banderas españolas la casa, animando a La Roja hasta las lágrimas del último triunfo en el Mundial, a pesar del patético fracaso en el que nos había enfangado Maradona, que le trajo del todo al fresco –allá, decía, estos argentinos con sus lacras y miserias-.
Por eso, con la cautela precisa, he ido a ojear ese precioso cuaderno de mi padre para emocionarme con las historias y anécdotas de su pueblo, que sólo me ha hecho falta desempolvar un poco, porque ya las tenía grabadas muy dentro de mí. Como no voy a recordarlas, si nos las ha contado miles de veces. La de la bisabuela Olegaria, la de “Los hombres de musgo” y esa superstición que llenaba de terrores mis noches de niño; “La del Paparrosanto y la Mamutinha”; matrimonio de cruel y sobrenatural condición, que, en noches de luna llena, saltando de techo en techo, metía a los niños malos en un saco para devorárselos luego de cabo a rabo.
Y así, me he encontrado delante de este ordenador, sintiendo nostalgia de un lugar que nunca he pisado, con sus navidades nevadas tan diferentes a las nuestras, sus calles empedradas, sus iglesias y ese palacio Ducal que apareció en “El Quijote”, la novela más universal, como decía con orgullo mi abuelo Ambrosio.
No sé si algún día podré regresar a Béjar, como quería mi padre- es tan extraño “regresar” a un lugar donde uno nunca estuvo- aunque me conformaría, por mis mayores, por mis abuelos, Ambrosio Hernández Hernández y Fuencisla García Pérez, y, sobre todo, por mi propio padre, Rodrigo Hernández García, con hacer llegar a ese lugar allende el océano, tan lejano y, a la vez, tan presente en nuestras vidas, lo que significa llevar a Béjar en el corazón.

*Los nombres y apellidos de los personajes de este relato son del todo supuestos.

P.D: Este relato está dedicado a Ignacio Martín Sánchez, quien me relató estos hechos de su vida y me hizo saber de la nostalgia de aquellas personas que tuvieron que marchar de España a Argentina en tiempos de escasez, por pura necesidad, pero eligieron seguir siendo españoles. Le debía este relato por la hospitalidad y el gran afecto del que me hizo objeto en la navidad de 2009-2010 en Buenos Aires.
También quiero que estas páginas nos hagan pensar en la deuda que aún tenemos con ese país, Argentina, que nos abrió sus brazos en momentos difíciles y, así pues, respondamos con el mismo trato a los argentinos que hoy conviven con nosotros. Va por los españoles-argentinos y por los argentinos-españoles y por que todos seamos ciudadanos del mundo en general. Para que haya más humanidad y menos fronteras…

11 respuestas a «Béjar en el corazón»

  1. Princesita Lola, es encomiable tu interés, y son encomiables tus palabras de reconocimiento y homenaje a aquellas personas que tuvieron que marchar a su pesar y, a aquellas otras que les acogieron. Y, desde luego debemos ser hospitalarios con todo el mundo. Muchas gracias, princesita.
    Ah, enhorabuena por el (2º) premio.

    Te quiero.

  2. Hay algo que recuerda a Isabel Allende en ese retrato de una saga familiar que tan bien expones, Lola. Vivencias generacionales sobre tierra firme…y en el aire de la nostalgia, que siempre es más llevadera cuando el país – en este caso “hermano” – de acogida dispone todo lo necesario, dentro de sus posibilidades, para que tu vida y la de los tuyos pueda ser digna de ser vivida, sin la innoble exigencia, en tiempos de tanta penuria, de estar, obligatoriamente, en posesión de un contrato de trabajo y de un permiso de residencia, formalismos legales devenidos hoy en piedra arrojadiza, despiadada excusa contra el inmigrante, al que se achacan todos los males que, actualmente, “padecemos”.

    Pero cuando uno tiene suficiente edad como para haber visto trenes atestados de españoles, entre ellos mi buen padre; los más, no todos, provistos del oportuno contrato de trabajo pero famélicos; muchos de ellos viajando “de tope” (de incógnito, sin billete, por carecer de dinero) camuflados fácilmente entre los equipajes y el techo del tren por razones obvias de peso, camino de Alemania, hace ya más de cincuenta años, despedidos a pie de andén por una multitud de mujeres llorosas, en su mayoría ataviadas con velo negro y aquel agitar nervioso de pañuelos, dirigidos hacia un puntito negro coronado de gran voluta de humo que, cada vez más, se perdía en el horizonte, al tiempo que se agrandaba un vacío inmenso…Que, algunos años después, uno mismo hacía también las maletas, por falta de expectativas en su país; que estuvo más de dos años en situación de “ilegal”, lo que no le impidió salir adelante gracias a la desinteresada ayuda de personas anónimas; que…Entonces es fácil llegar a comprender lo maleables que podemos llegar a ser los humanos o cómo hemos podido deshumanizarnos hasta extremos intolerables en España, sobre todo en España, pese al progreso.

    Tengo familia en La Plata desde hace sesenta años. Ellos me dijeron una vez: ¿cómo que no se podía gritar “viva la República” en tiempos de Franco? Claro que sí, hombre. Y no pasaba nada; pero con una condición: tenías que añadir, inmediatamente después, “Argentina”. Será que el hambre también hace milagros.

    Un saludo para ti y para tod@s. Buenos días.

  3. Gracias, Ana. Ya sabes que si no es por tu consejo y tu confianza en mí, no hubiese escrito ni este ni ningún otro relato. No me olvido de mis deudas.
    Hummm, Winspector, ¿Tienes familia en Mar de Plata? esto, ¿conoces a Horacio Eichelbaum?
    ¿Que te recuerda el estilo a Isabel Allende? Muchas gracias, pero te has pasado tres pueblos.
    Un abrazo.

  4. Está bien, Lola, tal vez me he pasado algún pueblo, aunque no los más de tres que existen entre La Plata y Mar del Plata. Efectivamente, tengo familia en La Plata; gente de la administración estatal y municipal argentina, pero nacida en Málaga. Y ya estamos “encore une fois”. Claro que “conozco” a Horacio Eichelbaum; no personalmente, pero sigo sus colaboraciones cuando puedo y me dejan tranquilo, que esa es otra. Ojalá que D Horacio encuentre la clave – una vez agotado el viejo discurso sobre “la tercera vía”, que tanto espacio ocupó en el pasado reciente – para refundar este mundo nuestro, antes que se vuelva tan irrebogable como las aguas de la laguna Estigia.

    ¿Qué me puede recordar el estilo de Isabel Allende? No, no contestaré a esa pregunta, Sra. Instructora del caso, porque a las Ideas llega uno como en una especie de recuerdo y a la que te descuidas…eso, que ya no están.

    Enga, buenas noches para ti y para tod@s.

  5. ¡Qué lindo relato, Lola!
    Los argentinos descienden de los barcos, reza un refrán muy nuestro. Argentina, crisol de razas. Tus huesos son sobrinos de mis huesos, canta el gran Sabina.
    Soy nieta de libaneses, los cuales vivieron una historia de amor y de barcos, que vinieron a mi amada Argentina en el período aluvional. Mi esposo es nieto de españoles, que llegaron por esa misma época y en circunstancias similares a estas tierras, oriundos de Muelas -hoy Florida de Liébana, Salamanca- Y hace tres años mi primogénito (Manuel Medina) reside en Madrid. Sostengo que la nostalgia del terruño se hereda, algo queda en los genes y corre por las venas.
    Te acerco una poesía que escribí para mi hijo:

    RESURRECCIÓN

    Delirio aluvional.
    Un joven parte desde el viejo Norte
    rumbo al Sur virginal.
    Alforja de ilusiones,
    esperanzas y sueños.
    Ya se ha hecho a la mar…

    Bamboleo de barco
    rítmico y cadencioso,
    vehemente e impetuoso.
    Sereno pendular.

    Llanto disimulado,
    nostalgias heredadas,
    desarraigo enlutado
    y lágrimas de océano de sal.

    Fascinación boreal.
    Intrépido Quijote rumbo al Norte
    desde la Cruz del Sur.
    Sigue un rastro en el cielo,
    una quimera.
    Como en un viaje de ave migratoria
    que busca sus raíces
    guiado por el torrente de la sangre
    sobrevuela la mar…

    Llanto disimulado,
    nostalgias heredadas,
    desarraigo enlutado
    y lágrimas de océano de sal.

    Rebrote natural,
    caudal de antigua savia
    perpetuada en retoño.
    Heredad ancestral. (N.M.)

    Me gustaría que leas lo que él ha escrito cuando llegó a la casa que fue de sus bisabuelos, allá en Salamanca. No quiero ser densa, pero te aseguro que todos los Medina (Así se apellidan mi esposo y mi hijo) residentes en Argentina y descendientes de aquel inmigrante,aquel otro Manuel Medina, han llorado de emoción al leerlo.
    Su dirección de blogg es la siguiente:
    http://la-tierra-de-leuman.blogspot.com/
    y el relato que te digo se llama “Ancestro”. Tal vez quieras darle una ojeada.
    ¡¡Felicitaciones!!
    Besos transoceánicos.

  6. A LA MEMORIA DE MIS ABUELOS:

    ALIPIO Y BASILISA

    PARA MIS PADRES:

    INA Y MARY

    Y PARA MIS HERMANOS:

    GABY Y (MUY ESPECIALMENTE) NICO

    ¡GRACIAS DE TODO CORAZON LOLA!…

    PABLO.

    P.D.:TAMBIEN PARA “LA TIA ISA” Y “EL PRIMO LUIS”…¡¡¡MUCHISIMAS GRACIAS DE TODO CORAZON!!!…

  7. Hermoso relato, casi toda la población se puede ver reflejada. Muchos conocemos a quienes tienen familiares o amigos en estas circunstancias, o bien son familiares directos.
    Con Argentina en particular, para muchos españoles que se refugiaron en ella, fue trágico revivir el pasado, volverse a encontrar en la misma coyuntura.

  8. Bellísimo poema, Nancy, todo pasión.
    Menudo cosmopolitismo en tu familia y todos con pluma -en el mejor de los sentidos-. He leído el relato de tu hijo que contagia una emoción hasta las lágrimas.
    Un abrazo.

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