Seguro que en tu vida hay una –o varias- resacas sonadas. Alguna jornada trágica, mustia y agónica en la que, expulsando cuerpo y alma por el váter, juraste que “nunca más volverías a beber” y quisiste incluso abandonar este mundo cruel o, al menos, no salir más nunca de casa, mientras se te iban apareciendo en flashes todas las patéticas escenas que protagonizaste en la euforia de la pasada velada etílica como, por ejemplo:
-Sacar el animal que todos llevamos dentro y, subiéndote a los árboles, emular broncos rugidos, graznidos y/o golpearte el pecho como un chimpancé.
-Manosear, con ningún disimulo, los traseros de las novias ajenas y otras féminas escoltadas por circunspectos y bravíos varones.
-Besar y abrazar a conocidos y desconocidos, invocando emotivamente cuán bella es la amistad.
-Cantar –sin saber- en el karaoke, bailar –sin saber- en cualquier lugar o incluso, poseído/a por ese afán que la desinhibición etílica impele al individuo a darse, sin pudor, al espectáculo; marcarte un numerito de strep-tease.
Si, en la cotidianidad de tu vida, para colmo, sueles comportarte como un sujeto comedido, tu posterior bochorno y contrición, no conocerá límites. Lo peor de la resaca es que, además de sentirte morir, te sientes culpable cual pecador que sabe que en el pecado lleva la penitencia y, entre tiriteras de angustia, llanto y crujir de dientes, te golpeas el pecho, “por mi culpa, por mi culpa, por mi grandísima culpa”, sintiéndote el ser más miserable –y ridículo- de la creación.
No seré yo quien anime a tan cruda experiencia, pero sí, diré que, a veces, incluso de esas jornadas en el fango del día después, se puede sacar algo productivo. Precisamente le debo a una de esas memorables resacas mi primer texto en prosa. Andaba tan desmadejada por la cefalea y el arrepentimiento de la anterior euforia etílica, jalonada por los consabidos disparates, que no tuve más que escribir una larga confesión en la cuartilla de un cuaderno que luego dejé rodando por mi casa. Por entonces, yo escribía poesía y mi padre tenía el encargo de darle a un escritor, editor y amigo, Enrique Martín Pardo, una selección de mis poemas por rastrearles el mérito. En el último momento, mi madre añadió a la antología lírica aquella cuartilla cochambrosa de culpa y de polvo- cuya lectura pareció divertirle no obstante- de modo que el susodicho editor y amigo, tras revisar los textos, dictaminó que las poesías comme sí comme ça, pero que la cuartilla aquella prometía lo suyo y apuntaba la dirección de mi destino. Así fue como aquella jornada prosaica me hizo prosista de por vida, arrojando luz entre aquellas sombras existenciales, que movieron mi pluma un memorable día de descomunal y contrita resaca.
Aquella fue mi resaca más sonada, pero seguro que tú también tienes alguna que contarnos. En esta cultura nuestra no hay pena ni alegría que no pase por las copas con sus posteriores y agónicas consecuencias. Rescátanos de la memoria una de esas jornadas sombrías y te acompañaremos en el sentimiento con el debido respeto. Ahí van algunas sugerencias:
-Resaca después de celebraciones familiares (bodas, bautizos, comuniones.)
-Resaca después de llorar la ruptura con tu novio/a, marido/mujer.
-Resaca después de la despedida de soltero/a.
-Resaca después de los festejos de rigor (Navidad, San Juan, Feria, Semana Santa.)
-Resaca después de la resaca.
Nuestra comprensión y compasión, te aliviarán más que el Alka-Setzer ¡¡¡Contamos contigo!!!!
RESACA DESPUÉS DE UNA JORNADA DE BULIMIA DOMÉSTICA
Esta humedad tan pegajosa se está haciendo insoportable ¡Dios, no puedo parar de sudar! Y encima, apenas puedo moverme sin tropezar con algo, por culpa de la penumbra que ahoga este angosto lugar…..Aunque se me ocurre una idea…….Si os relato el extraño cuento de terror que me ha propiciado esta desapacible situación, quizás se me haga más llevadero el sudor y fluya más raudamente el tiempo…..
Durante diez largos segundos permanecí inmóvil contemplándolo, aún a sabiendas de que iba a llegar tarde. Su destartalado aspecto de tetrabrick tenía algo inquietante. Es cierto que dicho diseño es muy común entre los desangelados edificios que nos oprimen en la Costa del Sol, aunque sin embargo, sus amplios ventanales entintados de blanco lechoso no eran nada convencionales. Brillos y reflejos mortecinos, forjados por el efecto del sol, impresionaban mis retinas, rescatando viejos miedos olvidados. Un punzante y escalofriante presentimiento me forzó a detenerme de nuevo frente al portal acristalado.
Ya dentro, el aire acondicionado era anormalmente frío. Además, el implacable blanco, también había usurpado el interior. Ni el techo, ni el suelo, ni los muros, ni las columnas, nada, absolutamente nada se había resistido a la opulencia del manto níveo. Sólo una carpeta de cartón marrón destacaba sobre el mostrador de la entrada. Junto al hall, delimitado mediante una barandilla, se configuraba un patio interior cuadrado, que comunicaba la primera planta donde me encontraba, con la segunda y última, y con un profundo sótano iluminado por la luz solar proveniente de una amplia claraboya cóncava, dispuesta en la cubierta del bloque.
Ya eran las 10:02 de la mañana, dos minutos sobre la hora acordada. Suponía que sería la hora del desayuno, porque no se vislumbraba a nadie en la recepción. Tal como mi irrisible economía había ido menguando en los últimos meses, era imperdonable que llegara tarde a mi propia entrevista de trabajo. El silencio reinante fue súbitamente interrumpido por un repiqueteo de martillos. Procedía del sótano del patio, así que con las esperanza de hallar vida en aquel angustioso mausoleo, decidí asomarme por la barandilla. Justo antes de abordarla, percibí nítidamente en el aire, mi nombre. Alguien me reclamaba desde el interior de su despacho.
Tras empujar tímidamente una puerta entreabierta, un hombre de mediana edad recostado en un sillón, me invitó a sentarme en una silla situada tras su escritorio. Su impecable traje grisáceo plateado y corbata verde oscura de seda, delataba su alto rango jerárquico. Unas pequeñas gafas resaltaban sus ojos hundidos, mientras luchaban por aferrarse sobre sus diminutas orejas. Tras éstas se ocultaba el único reducto capilar, firmemente fortificado, de su cuasi-despoblada cabeza. Las entradas eran tan osadas que juraría que se estaba adentrando en una nueva dimensión de la alopecia. En ese momento empaticé con él y pensé, con el corazón en la mano, que ojala los calvos de ese ignoto plano lo hubieran acogido con los brazos abiertos.
Mientras repasaba y confirmaba mentalmente, para mi alivio, la frondosa densidad capilar que caracterizaba a todas mis generaciones precedentes, comenzó a elucubrar con sus facciones sobrias y un tono sobrecogedoramente grave, un discurso sobre las excelencias del mundo empresarial, articulado con los tecnicismos más variopintos. Un cuadro de corte expresionista-abstracto, colgado tras su espalda, llamó desmedidamente mi atención. La marea informe de coloridos tonos chillones que integraban el mismo, contrastaba con la extrema moderación y rectitud que emanaba del sujeto trajeado. Tras varios intentos frustrados estrechando mis ojos, sólo logré distinguir sobre el lienzo, una pareja de aliens con cabezas a modo de bocina, palpándose con las manos lo que parecía el sobaco. Con un ligero gesto de decepción volví a centrarme en la perorata. De repente me estremecí, ya que ahora divagaba sobre algo totalmente inconexo con respecto a lo último que presté atención ¡Si me hacía una pregunta estaba perdido! En ese momento fui presa de los nervios. Mis manos comenzaron a temblar, así que probé a desviar mi mirada de sus inquisitivos ojos, deteniéndola en un punto lo suficientemente próximo, para así sosegarme. El brillo que expelía su calva era un foco ideal y…..¿Qué era aquello que cubría gran parte de su cráneo? No sé cómo no lo había visto antes……parecía….no, era ¡Una sorprendentemente vasta rodaja de salchichón! ¿Pero qué hacía allí?….
Después de estudiar detenidamente su cara, llegué a la conclusión de que era perfectamente consciente de su cárnica capota. Mi detallado examen visual de su coronilla no le pasó desapercibido. Tras un lacónico “Disculpe”, el discreto directivo se levantó de su asiento, para adentrarse en un pequeño cuarto contiguo. Presionado por mi curiosidad, deslicé sigilosamente lo suficiente la silla con ruedas sobre la que me aposentaba, para averiguar la clase de misteriosas maniobras que estaba consumando en el baño. Nunca había presenciado antes una escena tan insólita. Frente a un espejo, trataba de ajustarse y centrarse, con la mayor precisión posible, la rodaja sobre la lironda calva. Indudablemente quería causarme una buena impresión. Pasados dos minutos, volvió a incorporarse sobre su sillón con una mueca de complacencia.
Tal como sucede con los embutidos que aguardan sobre los platos de plástico, junto a las patatas de bolsa y frutos secos, a los comensales de los bautizos, el disco embuchado emprendió su deshidratación, endureciéndose y emanando pequeñas gotitas de agua. Éstas comenzaron a discurrir por su cogote hasta concentrarse en el cuello de la camisa. Desde ahí, un sutil chorro descendía por la manga de la chaqueta hasta empapar el papel que sostenía con la mano. Nada menos que mi currículum. Sin perturbarse por la contingencia, proseguía con su discurso. Supongo que para él, era algo cotidiano. Ningún formulario, contrato o acuerdo se libraba de las destilaciones del salchichón.
Intentaba averiguar la razón de su tapete craneal. Puede que fuera el último grito entre los yuppies de Nueva York. Aunque seguramente allí se hubieran estilizado otros tipos de comestibles animales más congruentes con su idiosincrasia culinaria, como hamburguesas u hot-dogs. Este hombre, como buen patriota e innovador de la moda prêt-à-porter, quizás decidió adoptar una versión más castiza. Ya imaginaba como a diario, al abrir su vestidor, dudaba en adecentarse entre la lasca de jamón serrano, el cacho de morcilla de Burgos o la loncha de chopped con aceitunas.
Otra posible explicación es que se estuviera imponiendo, entre los hombres de negocios, una revolucionara alternativa a las pelotas antiestrés. Puede que los efluvios de la carne magra sobre el córtex cerebral aplacaran eficazmente las tensiones diarias.
O sin embargo…….Dios mío……la tercera razón que concebí me heló la sangre. Mi rostro se emblanqueció y las náuseas comenzaron a cebarse con mi sistema digestivo….¿Y si…? ¿Y si la política de la empresa obligara a los empleados a portar en su cabeza una considerable muestra de embutido? Sí, en el fondo sabía que me iban a seleccionar a mí para ocupar la vacante. Había superado unas pruebas previas y ya me habían anunciado que con casi toda seguridad el puesto sería mío…..pero….no a costa de hacer alarde de la riqueza gastronómica del país…Además, sentía una ciega fobia sobre los embutidos…acaso algún trauma infantil…¡¿Y si la normativa se extendiera al plano no laboral?! ¿¡Cómo iba a soportar y disimular, perennemente, en espacios públicos, como en el cine o en las discotecas, o en los lapsos trascendentales de mi vida, como en mi declaración de amor o en el alumbramiento de mi primer hijo o en mis bodas de plata, los vapores y goterones de una ristras de chorizos soldados a mi cabellera!? Eran unas perspectivas horribles, acrecentadas por el hedor que empezaba a desprenderse de la rodaja de salchichón regada de sudor craneal.
Un pensamiento in extremis logró consolarme livianamente. El presidente de la compañía, azote de los calvos, exigía al personal alopécico disimular sus vergüenzas. Mientras trataba de engañarme a mí mismo con tan poco convincente argumento, alguien tocó con templanza a la puerta. Con la voz de “Pase”, repentinamente, mis nimias esperanzas se derrumbaron estrepitosamente como un fútil castillo de naipes. Un señor bajito y algo entradito en carnes entró portando un documento en su mano y reclamando una firma de Don Mario. Hasta ahí todo normal, si no fuera porque sobre su tupida mata de pelo moreno rizado, un magnífico huevo de campo se estaba friendo estridentemente. Mientras indicaba a Don Mario, con una pasmosa naturalidad, donde debía emplazar su rúbrica, el aceite chorreaba por sus orejas y mejillas, mientras se empañaban sus cuadriculadas gafas de borde azabache con el calor desprendido. Con la boca abierta, no podía dejar de escudriñar su cabeza. Él, extrañado por mi insolente comportamiento, me observaba con el rabillo del ojo. Estaba perdido, el responsable de administración poseía una pelambre más frondosa que la mía.
Mientras me devanaba los sesos buscando una nueva y satisfactoria explicación, creí auscultar un “Enhorabuena, está usted contratado”. Aturdido y descompuesto, sentí que mi nuevo jefe me agarraba por el brazo. Parecía que pretendía presentarme a mis nuevos compañeros. Las gafas…..a lo mejor el presidente aborrecía a los gafudos. Obviamente me resistía a afrontar mi espeluznante destino. Nunca me apeteció tanto acabar con mi vida como cuando salimos del despacho, ya que al fin conseguí advertir a los operarios que se afanaban en propinar martillazos a unas inocentes vigas metálicas instaladas en el sótano. Calvos, melenudos, con gafas, sin gafas, barbudos, forzudos, enclenques…..todos, absolutamente todos, cubrían su cabeza con coliflores, acelgas, matojos de tomates, puerros e incluso ristras de ajos. Apoyado en la baranda del patio intentaba recomponerme, mientras Don Mario saludaba efusivamente a otro jefazo, condimentado este, con una consistente plasta de chicharrones.
En una amplia sala a la que me escoltó mi embutido superior, saludé, una por una, a todas las administrativas mediante un estrechamiento de manos, evitando así los dos besos, y por lo tanto, impregnarme de las pellas viscosas de huevo que recorrían la curvatura de sus amelocotonados pómulos. Resignado y desorientado, me dejaba arrastrar por Don Mario como una marioneta.
Nos encaramamos al segundo piso, sirviéndonos de unas diáfanas escaleras blancas. Me anticipaba, que iba a gozar del honor de conocer al presidente. Se abrió una ceñidísima brecha de esperanza. Pensé que si trabajaba duramente y ascendía en el entramado jerárquico de esta absurda empresa, conseguiría librarme del yugo de los comestibles a lo largo de los años. Craso error. Enfundado en un suntuoso traje de Armani, el canoso presidente, ocultaba orgulloso gran parte de su cabeza, inclusive su ojo izquierdo, con una formidable y fresquísima pescadilla, tanto, que casi de un coletazo hubiera acabado abrazando la hermandad de los tuertos.
Aquello fue la gota que colmó el vaso. En un ataque de pánico, emprendí la huída escaleras abajo, saltando los escalones de tres en tres. Entonces, sólo entonces, lo comprendí todo. El edificio blanco, el aire frío, los alimentos……..efectivamente, estaba en el interior de una mismísima……nevera….una enorme y horripilante nevera donde los comestibles se ordenaban por estantes. Abajo, los operarios en el cajón de las verduras, la administración en la huevera, arriba, los jefes en la repisa de los embutidos, y finalmente, en el compartimento superior, la carne y el pescado encarnado por el ufano presidente. Aunque yo….era técnico….calculaba que debían ubicarme entre los estantes de las verduras y de los embutidos….¿Qué categoría gastronómica me correspondería?
Mientras me martirizaba con esta cuestión, encontré refugio en un cuarto sofocantemente lóbrego. Un tufo a comida recalentada me asaltó. Debía tratarse del comedor. Me dejé caer sobre una silla repitiéndome como un perturbado la misma pregunta “¿Cuál es mi estante? ¿Cuál es mi estante? ¿Cuál es mi estante?”….Y entonces, comenzó en una esquina, como un murmullo apenas imperceptible, que poco a poco fue cobrando fuerza, reverberándose progresivamente por toda la habitación hasta transformarse en un atronador eco que me martilleaba los tímpanos sin piedad….”Lácteos, lácteos, lácteos, lácteos”. Procedía de una silueta atenazada entre las sombras que no contenta con su amenaza, prosiguió con sus provocaciones. “Ya era hora de que le encontraran un sustituto a Rodrigo”. Temiéndome lo peor le inquirí “¿Quién es Rodrigo?”. La misteriosa figura decidió intimidarme, mostrándome su siniestra fisonomía, mientras me revelaba la insostenible realidad. Apenas se le distinguía el semblante, ya que lo tapizaban grumosos borbotones de yogur con pedazos de frutas, que surgían continuamente de algún punto de su coronilla. Con una media sonrisa esgrimida entre un resto de ciruela pasa y otro de melón, rememoraba con sorna “Mi antiguo compañero. Se ve que era alérgico al queso…..de Cabrales” La sola imagen de mi cabeza embuchada por el queso más nauseabundo del universo conocido, casi me volvió loco. No quería admitir la verdad, por lo que la emprendí con el hombre-cuajo. “¡¡No es justo!! ¡¡Soy inclasificable!! ¡¡Incatalogable!! ¡¡No pertenezco a ninguna de vuestras estúpidas repisas!! ¡¡Soy libre, libreeeeee!!” El hombre-cuajo se limitaba a repetir sin ningún atisbo de juicio “Debe completarse la Nevera. No se puede romper el equilibrio de la Nevera.”
Debía escapar de allí, así que pateé la puerta del comedor sin contemplación. El panorama que me esperaba fuera era desolador. Todos los empleados de la empresa me rodeaban, dando pasitos laterales hacia la izquierda y la derecha de forma alternante e incesante, arqueando las piernas, y extendiendo las palmas de las manos hacia mí. Monótonamente farfullaban “Nos refrigeeera la Neveeeeera, nos refrigeeera la Neveeeeera…” Entre ellos se abrió paso el presidente con su vivaraz pescadilla. En su puño derecho asía un cubo que desprendía un olor repulsivo. Satisfecho me anunciaba “En ese pelo tan graso el queso arraigará perfectamente”. Probé desesperadamente a deslizarme entre la multitud, aunque con una facilidad aplastante me abatieron.
No, no conseguí escapar, aunque no salí tan mal parado. De ahí la razón por la que me encuentre ahora mismo en la cámara húmeda del sótano de la Nevera ¿Sabéis que para que fermenten las bacterias penicillium roquefortii, se requiere mucha humedad? Sí, convencí al presidente para que optara mejor por el queso roquefort. Siempre me permitirá ampliar algo más mi abanico social que con el Cabrales, y además, estoy convencido, que no puede haber más de dos o tres personas en el mundo, que les guste más el roquefort que a mí. Efectivamente, soy inclasificable (creo que ha quedado fehacientemente demostrado), aunque apelando a mi faceta práctica, no hay mal que por bien no venga….
ARMANDO JALEO
Dedicado a mi Jeni
El ‘hombre bala’
De estudiante, cuando alcanzaba el grado de euforia adecuado, retaba a mis compañeros y compañeras de clase a carreras de 100 ó 200 metros
que casi siempre ganaba. No era el ‘red bull’ lo que me daba alas, sino la simple ingestión de cinco cervezas, lo que demuestra la relación directa entre dopaje y éxitos deportivos. Mis cogorzas me convirtieron en el ‘hombre bala’ más chungo de todos los tiempos.
Francamente admirable!!! Yo, ni con las cervezas, he conseguido ser veloz- sí, tomándolas pero no en la competición deportiva, se entiende-. Aunque, para gran y posterior contrición, me daba por actuar de cantante y bailarina-en cualquier sitio y con más que dudosa calidad artística-.
O sea, que tú después de las copas, te llevabas un trofeo. A eso se le llama no perder el tiempo, caray!!
Muchas gracias, Alfonso y «ex-hombre-bala».
Una vez me hice, en un descuido del conductor, con un autobús de turistas y les di un garbeo por la Málaga de los años 80 y pico. Si no se me vino encima todo el cuerpo nacional de policía fue gracias al conductor de verdad, que «que no tenga esto mucha bulla, señores agentes, que el fallo ha sido inicialmente mío y me juego mi puesto de trabajo». Mi hedor a tinto (de marca: el vino peleón nunca ha ido conmigo) debía ser fuerte, muy fuerte. Pero estaba acostumbrado a beber, y mantenía los reflejos. ¡Menos mal! Luego, hace ya años, he dejado tanto el alcohol en cualquiera de sus posibles envases y el tabaco: éste, mucho antes de la prohibición ZP. Conste eso. Estuve en comisaría un rato, y a la vista de mi educado comportamiento, mis promesas de irme a dormir (creo que hasta iba a echar una cabezadita allí mismo) y la amabilidad de un ex alumno que era del Cuerpo, me mandaron a casa.
Seguro que los turistas se lo pasaron como nunca. ¿Les hiciste también un numerito flamenco?
Gran aportación, Manuel.
Ahora mismo tengo una espantosa. No puedo ni hablar.
La peor, el día después de mi boda con mi susodicha. No me arrepentía tanto de haber bebido como de haberme casado. Por desgracia, es una resaca que aún me dura.
RESACA DE TERROR DESPUÉS DEL AMOR
Lo que creía un sueño, se convirtió en una pesadilla, pues, al despertar, descubrí que le había hecho el amor A LA MUJER MÄS FEA DEL UNIVERSO.Y no sólo diré fea, sino también mezquina, idiota y hasta sucia en el sentido más maloliente y roñoso de la palabra. Ella era el compendio de los más vomitivos horrores y yo el pardillo que cayó en sus fatales redes por beber más de la cuenta. Bebí por despècho, porque mi amada, esa sí, bella y encantadora, bailaba con otro e incluso había empezado a besarlo, de lo que sacó provecho aquel engendro de mujer, tipo buitre leonada, para consolarme en sus brazos de sarmiento y velludas axilas. Tan borracho estaba que hasta creí estar con mi querida Lorena y ,al parecer, incluso le pedí matrimonio a aquel mal bicho, a juzgar por la correa que casi me echa al cuello la arpía a la mañana siguiente. Quitármela de encima ha sido casi hasta el día de hoy, una de las tareas más arduas de mi vida; verla recostada sobre mi almohada y mi pecho ese día después, una de las imágenes más aterradoras que criatura humana pueda concebir. Horror y pavor!!!
Mi experiencia es pobre en todos los sentidos, única por mejor decirlo. Sólo me he emborrachado (Jack Daniel’s) una vez, y, créanme, no lo echo de menos ni me arrepiento ni lo anhelo (pude y puedo vivir sin probar una gota de alcohol). Bien, por lo que contaron los testigos, permanecí en silencio largo rato, dejé el bar (03:00 h. apróx.), transité largas, anchas y estrechas calles hasta llegar a casa con las mangas del jersey, a la altura de los hombros, manchadas de cal y casi rotas por el rozamiento con las paredes en ese indeciso caminar de banda a banda; ya en casa, enciendo la televisión, la radio y todas las luces de la primera planta (6), incluido el patio, me hecho en el sofá, y tras breves momentos de desconcierto y ligero mareo, me duermo; unas horas más tarde, despierto y me voy a mi habitación situada en la primera planta. A la mañana siguiente, sorprendente y milagrosamente, nadie de/en la casa habló de lo sucedido. ¿Apagaría las luces, la tele y la radio antes de subir?
Un saludo
Ah!, olvidaba decir que no hubo resaca.
Debo confesar que, aún sin ser bebedor al uso, en infinidad de ocasiones me he puesto “alegre” o “pintón”, según el lugar y las circunstancias. Y he llegado a comparar el antiguo recorrido discotequero de Avenida Montemar – Carlota Alessandri, de Torremolinos (cuando aún era barrio) con el “vía crucis” que llevan cabo los grupos de amig@s en las localidades norteñas. Ambos “trazados” se hacían – se siguen haciendo en todo el norte – en zigzag. El de Torroles comenzaba en el Number One – no podía ser otro – luego pasabas a la Gastby y su bolera; de aquí a la Joy, la Top One, Lloyd’s, Borsalino, Valentino, para, finalmente, recalar en el minúsculo Piano-Bar de Villa Otilia y su cachorro de tigre atado a un árbol del jardín. Probablemente había merecido la pena el dispendio y se celebraba volviendo al Number One con la respectiva para comerte uno de budín más un refresco (ya ibas saturado de “semáforos”, torpedos en color y otros combinados) y, si procedía, los dos colegas responsables del chiringuito «à la sortie» – creo que eran hermanos – también te ofrecían, literalmente, “porritos auténticos del Líbano”. Nadie les preguntó nunca por el carnet de manipulador ni falta que hacía. ¡Ah, resaquilla nocturna forever, al pie de los merenderos de La Carihuela…!
En la zona norte la cosa variaba. Un amigo mío, al que conocí durante el servicio militar, natural de Miranda del Ebro, no paraba de hablarme de las “virtudes” del vía crucis de la “Calle de los Valientes” de esa localidad, llamada así porque, dada la cantidad de bares existente en la misma, ya se consideraba “valiente” a todo aquel o aquella que, empezando con un chiquito en un extremo de la calle, saliese “airoso” por la otra punta, tras haberse pegado más de una docena. Al cabo de algunos años me aventuré a hacer este recorrido con un hermano y algun@s amig@s más; antes de llegar a la mitad ya llevaba encima tal cermeño arrabalero que me parecía ir subido en la antigua “volaora”, canción de Joselito incluida. No me podía levantar, los adoquines flotaban…¡venga p’arriba, hombre, esto hay que acabarlo, ¿qué te pasa…? me decían los muy brutos. Y yo..”ma guarda un pò, eppur…¡¡eppur si muove!!». Lo que dijo Galileo era santa verdad.
Saludos
No hubo numerito, Lola. Para eso soy un «tío mu zaborío», un «malahe», vamos. Sí hubo (lo recuerdo nebulosamente) mucho griterío cuando la policía detuvo el bus lleno de turistas y con un conductor borracho riéndose al volante. Hoy esas cosas son ya poco menos que imposibles, ¡ gracias sean dadas a los Manes todos!
Otro lugar donde recuerdo haber cogido una de órdago es Lugo, en una de cuyas calles sólo hay baritos y tascas muy majas. De hecho, creo que todo mi periplo gallego lo hice borrachín ; una cogorza en-lazada con otra y otra y otra… Por esas razones y otras que no son del caso, creo que ya me bebí todo el vino posible que se me asignó al nacer. ¡Que vuelva el divino Baco!
LAS MALAS LENGUAS, ORGULLOSAS DE LA ALTA CALIDAD QUE VAN ADQUIRIENDO SUS CERTÁMENES.
Este jurado felicita a nuestros queridos concursantes por el alto nivel de sus escritos y su inestimable calidad vivencial. Elegimos, porque para eso se trata de un concurso, pero con la calidad que ponéis en estas páginas, el fallo se está poniendo cada vez más difícil. Sin gota de alcohol en las venas, puedo decir y digo que sois, sin duda, maravillosos.
Te felicito por el blog. Un saludo.
PREMIO A LA RESACA MÁS FUNESTA
El premio a la resaca más demoledora es, sin duda, para Paco. Nada puede ser peor que anochecer con un sueño y despertar con una pesadilla -Aquí que opine el experto, Manuel Laza-. Por lo demás, igualmente merecían galardón, Armando, por su impagable relato a lo Magritte, Kafka y Lewis Carroll y nuestro infalible Winspector, pero consideramos que no conviene que, por merecidos que sean los premios, se acumulen en las mismas personas y resulta preciso abrir alicientes para nuevos colaboradores, lo cual no significa que queramos dejar perder a nuestros maravillosos habituales. En fin que, nunca mejor dicho, este jurado tiene un lío del copón.
P.D: Bravo asimismo por las audacias etílicas de Manolo Laza y Alfonso Vázquez. Ni bebido, hay que perder el arte!!!