He pasado una muy considerable parte de mi vida rellenando papeles y formularios, lo que no quita, afortunadamente, que tal tarea burocrática, tediosa e ingrata, me haya dejado algo de tiempo para poder dedicarme a otras actividades de mayor interés. Justamente, casi, al terminar mis primeros estudios universitarios, nació en mí una vocación tardía por el estudio y, de modo ora oficial, ora autodidacta, nunca he dejado de estudiar hasta el momento. Mi trayectoria biográfica ha estado marcada por el aprendizaje de idiomas, disciplinas, asistencia a cursos hibernales y estivales, universidades patrias y extranjeras, congresos, encuentros, simposios, además de otras actividades intelectuales, tales como la escritura periodística y artística. Todo ello, sin duda, me ha hecho crecer y enriquecerme como persona y, la mayoría de las veces, me congratula. Excepto, claro está, en esas fatídicas ocasiones en las que uno, a instancias de nuestra inefable administración, ha de compendiar eso que llaman “méritos académicos”, tirando de formulario farragoso lleno de ambiguos apartados, subapartados y apartadillos, puntos, subpuntos y puntillos, códigos, claves y ese tipo de laboriosas cuchufletas que te procuran unas cuantas tardes de delirante estrés y constantes paseos a la fotocopiadora. Entonces, en el fragor de tan cruel empapelamiento, comprendes la tremenda falacia que entraña ese dicho de que “El saber no ocupa lugar”, pues a base de fotocopias compulsadas de títulos, diplomas, publicaciones y certificados de premios u otros pomposos reconocimientos, vas llenando tremendo carpetón con cuyo peso deambular inane por esos vericuetos agónicos de nuestra querida y obtusa burocracia con la triste figura de un tal jorobado de Notre Dame. Desde luego que, en tales y penosas circunstancias, se te ocurren utopías rayanas, de otra parte, en la lógica, ¿Pues no cabría por ejemplo que algunos de esos documentos ya presentados hasta la saciedad y desvaídos de tanto lustro de fotocopiado figurasen a tales alturas en tu base personal de datos? ¿En qué consiste pues ese mito infundado de la agilización informática?
Cierto es que existe ya la posibilidad de adjuntar documentación gracias a la vía telemática, pero también que este método implica el uso de programas informáticos que se pirran por bloquearse y desvanecerse en el momento de rellenar heroicamente la última casilla para dejarte con el culo al aire y de vueltas al cuento de la buena pipa. Así que, por si los errores cibernéticos, a la antigua usanza, te vas a depositar tu carpetón en cierta ventanilla, tras de la cual algún individuo/a, ante su tremendo volumen, suspira con deseos irreprimibles de ir a tomarse un café y te da la mala espina de que aquel tocho de fotocopias que contienen años de esfuerzo y dedicación académica acabarán en la cuneta del socorrido “error administrativo”. Y así es; de un plumazo, los documentos, por arte de birlibirloque, se quedan en un recodo del camino y tus puntos por méritos en un cero pelotero que te hace exclamar cual Sócrates redivido “Sólo sé que no sé nada”. Borrón y cuenta nueva, las listas oficiales te vuelven a nombrar el último de la fila cual imberbe pardillo, si no reclamas en el escueto plazo de cinco días hábiles –que, a lo mejor, quisieras o necesitaras emplear en otra labor más grata- tirando de nuevo de formularios, fotocopias y compulsas que demuestren que tú eres tú y tus circunstancias. La ventanilla siempre te llama dos veces; la primera es sólo un pequeño debut.
No es la primera vez que me pasa, tampoco a cualquier hijo de vecino, los errores administrativos deciden, más que el Destino, sobre la vida de muchos seres humanos. Y sobre la muerte. Si, por un error administrativo, figura un certificado de defunción a tu nombre, no habrá manera de que demuestres existir por más que vivas y colees. Ahora nuestro Destino, el de la clase docente, pues se trata del Concurso de Traslados, está en manos del error administrativo. Un fallo en la baremación de méritos decidirá donde vas a ir a parar, al menos, el próximo lustro. Si el fallo es bien gordo –y, por cierto, no tuyo- y te distraes de los cinco días de reclamación, pensando, oh iluso, que en esta ocasión no habrá equivocaciones, nadie podrá evitar que, con familia o sin ella, te retires a meditar en el destierro de ese recóndito pueblo de la serranía andaluza, como Ovidio en aquella bárbara aldea de Rumanía, componiendo sus largas y agónicas “Tristia”. Oh, omnipotente Administración, apiádate de este pueblo tuyo, subordinado a los conflictos y arbitrariedades del formulario, la fotocopia, la compulsa, la ventanilla negligente y ponnos mejor un chip. Un chip en la oreja que identifique lo que fuimos y lo que somos y ayude a mantener el equilibrio ecológico del planeta y psicológico de tus criaturas. Ten piedad y deja ya de empapelarnos por los siglos de los siglos. Amén.
P.D: Nuestros inventarios siguen abiertos a vuestras sabrosas colaboraciones. Recordad que desde el lunes abriremos una nueva entrada para hacer un bello compendio de vuestras ciudades soñadas. Justo una guía de viajes a nuestra medida. Ya era hora.
Como lo dices. Yo tengo un título universitario que me ha costado más de cinco años de esfuerzo y sacrificio que no ha sido contado por la administración en este concurso de traslados, lo cual me pone al final de una lista y lo peor pagando en aquel mísero pueblo donde se me destine- por sus errores, no los míos- un alquiler que no me puedo permitir, dada mi hipoteca y la miseria que nos pagan y lejos, claro, de mi familia. Todo porque nuestros colegas chupatintas, en lugar de trabajar, nos piden mejor que volvamos siempre mañana.
Ahí que comprender que los funcionarios de la administración también son personas humanas y el que tiene boca, se equivoca. ¿Acaso alguien es perfecto?
Lola: eres genial!
Un cordial saludo y mi enhorabuena. En cuanto tenga un respiro ( aff, aff…,) y me «des-afane» un poco, te comento más.
…Cum subit illius tristissima noctis imago …
Ya sabes: puse a Santillana del Mar y a Dublín. Hoy añado otra ciudad soñada: Córdoba.
Llenar la Administración Pública de interinos -funcionales y formales- no parece el mejor camino hacia la excelencia y abandono de la mediocridad. Disponemos de gente muy preparada a la que no dejan incorporarse a la Función Pública; y esto no sólo es injusto, sino también, ineficaz e ineficiente. Una pena, doña Lola.
Bravo, don Jorge, usted cree que los interinos tienen la culpa de los desastres de la administración ¿Y no se ha planteado, en su visión simplista y maniquea de la realidad, que son precisamente los fijos que, pues no pueden ya ser echados ni con agua caliente, caen en tales negligencias y desinterés por su trabajo? ¿De verdad que cree que los funcionarios de carrera, en virtud de los resultados de una oposición -pocas veces transparente- son más eficaces? Buf!!!
Un auténtico y bellísimo verso de las «Tristia» de Ovidio y en Latín???!!!! Manuel, tus entradas a este blog son todo un honor. Y un raro prodigio.
Gracias Lola. Pero el mérito no es tanto mío como de mis profesores de latín, que me animaron a memorizar versos de Ovidio, de Virgilio, de Juvenal…
Y luego están tus escritos, que siempre sugieren cosas y animan a entrar con comentarios en tu blog.
¡Sigue, sigue!