Básicamente, hay dos tipos de personas; las que están deseando desnudarse y las que no. Parecerá sorprendente, pero, si hicieran un porcentaje sincero, el primer grupo desbordaría al segundo, por más que las convenciones sociales, hagan disimular a los nudistas espontáneos su mal vista tendencia. Remontándome, sin demasiado esfuerzo, en mi memoria biográfica, encuentro a un compañero de juegos infantiles –ahora señor respetable e inhibido o eso creo- cuya máxima diversión en las reuniones de ocio, era jugar a las prendas con la clara intención de perder para así poder despelotarse a gusto con algún pretexto lúdico de por medio.
Prueba de su regodeo en tal ejercicio era que, no contento con quedarse en cueros para lanzarse de inmediato a la piscina, como proponían las reglas, sugería de motu propio, dar previamente unas cuantas vueltas a la mesa por que pudiéramos apreciar al detalle toda su inmensa plenitud carnal. De la infancia a la juventud, aquel chico, en apariencia, tímido y retraído, cambió el antedicho juego por otro se supone que de adultos –el streap póquer- pero que atendía, sin duda, a idéntico objetivo. Dado lo cual y, en resumen, no recuerdo reunión en la que, estando presente el mencionado interfecto, no acabase con alguno de sus numeritos en bolas que, por lo reiterativo, a la postre terminaron por resultar tediosos a cada cual de los asistentes, excepto a él mismo quien con ello se ve que disfrutaba como un enano.
Nos han educado a vivir el desnudo como una vergüenza, desde que Adán y Eva, en el punto y hora de ser expulsados del Edén, descubrieron sus carnes al aire como otro síntoma de pecado y dieron en cubrírselas con hojas de parra, por lo que no es extraño que el judeo-cristiano, tentado a la trasgresión de los rígidos cánones represores por los que hubo de moldearse como ser social, a veces identifique exhibicionismo con liberación y encuentre en el despelote intempestivo como una suerte de rebelión festiva del subconsciente. De otro modo no puede explicarse esta nueva moda entre las masas de enviarse vía móvil o internet imágenes de sus propios desnudos con tan alegre prodigalidad. Un intercambio de pornografía casera que, francamente, choca con el escándalo que se ha montado por la instalación de escáneres en los aeropuertos que darán a la vista supervisora de la vigilancia policial la identidad al desnudo de cada pasajero, lo cual despierta una súbita oleada de pudor algo inexplicable en el mismo contexto en que se propaga la impudicia como el no va más de los últimos ritos sociales.
Si la cuestión es el recato, ¿Será pues que da más bochorno mostrar las vergüenzas a la visión fugaz de un vigilante con escáner que colgarlas en internet a la atención detenida del mundo entero? ¿En qué quedamos?
Si creemos que en la mirada rutinaria de un supervisor de aeropuerto puede quedar algún atisbo de morbo, después de tropecientas horas de observar colas de supervisados en cueros, habremos de volver a la vetusta idea de que un médico no es sino un tipo que se pone morado a costa de explorar los cuerpos de las parientas ajenas. Y, sin embargo, no hay ningún otro antídoto mejor para la lujuria que hartarse de ver cuerpos desnudos al mismo tiempo. Una semana de baños en una playa de familias nudistas, adocenadas como en una cámara de gas, acabaría congelando hasta la muy bravía testosterona de un personaje de Alfredo Landa.
Frente a lo repetitivo –nada es tan parecido a un cuerpo como otro-y lo explícito –nada lo hay tanto como un desnudo integral- nos seduce la singularidad implícita del misterio. “Sólo vivimos para el misterio”, dijo aquel. Por algo se inventó la lencería.
No sé si será pecado disfrutar tanto como lo he hecho yo leyendo esto. Un beso.
Me ha encantado. Por protestar la gente, protesta por cualquier cosa, qué caray.