Las despedidas son tristes, por eso Rajoy que es un tipo sentimental –pocas fotos tan conmovedoras como la del líder del PP junto a la cola de parados en plan solidaridad emotiva– propone evitarlas, haciéndolas lo más livianas y llevaderas posible. Así como que llegas a tu despacho y encuentras que han cambiado la cerradura. Sin previas y penosas notificaciones por vía oral ni escrita, ni palmadita en la espalda del jefe ni lágrimas y/o regalitos conmemorativos de los colegas.
A eso se le llama despedida a la francesa, que es una cosa muy fina como todo lo francés y además escatima patetismos de mal gusto, ahorrándole al empresario –aparte de la consiguiente gratificación– el mal rato de prescindir del empleado, que cada cual tiene su corazoncito, qué caray. El despido a la francesa es un modo de abaratar el despido sin dejar mayores secuelas. Una de las medidas que tiene pensadas Rajoy para sanear la economía maltrecha de este país. Otra es la de recortar el pago de los subsidios de desempleo. No dudamos de que, aplicadas tan sesudas estrategias, las arcas del estado y de los empresarios vuelvan a resurgir de sus números rojos, tan aliados estos del socialismo y sus costosas políticas sociales, pero, ciertamente, si te toca del lado del empleado tan finamente despedido, con escasa o nula indemnización que llevarte a la boca y frágiles posibilidades de cobrar un subsidio, vas a terminar deseando que el déficit público se quede como estuvo y echando de menos aquellos tiempos en que fuimos pobres y socialistas. A la vista de lo que se pueda avecinar, el empleado precario no sabe si temer más que la probada ineptitud de Zapatero, la probable eficacia de Rajoy. Será por eso que, pese a lo que cantan los sondeos de intención de voto, el persistente leonés se atreve a renovar su candidatura para las próximas elecciones. Por mal que le salgan las cosas a Zapatero, siempre cuenta con la fortuna de tener de frente a una oposición débil, dividida y dispuesta, aún con la partida a favor, a colarse goles en su propia portería, ya sea con sus trapaceros espionajes al estilo Filemón, sus ruidosas disensiones internas, sus mal disimuladas corruptelas o ciertas memorables declaraciones que desalientan al votante, no obstante, bastante predispuesto al cambio. La creación del empleo fijo, vale señor Rajoy, pero lo del «abaratamiento del despido» suena sin más a quedarse en la calle con una mano detrás y otra delante. Por la cara, o sea, y con el frío que hace. Ese frío que evidencia más la pobreza como contaban las novelas de Carlos Dickens o Dostoievsky y, que en esta ciudad, habituada a los inviernos primaverales, perfecto hogar de vagabundos y mendicantes, hace aflorar toda la dimensión de la miseria desde sus sótanos. Si la calle ya no es lugar grato ni para los pobres de toda la vida cuanto menos para los pobres de nueva creación, parados desamparados por la insolvencia de sus empresas que no ven otro recurso que el de desgañitar su impotencia en pie de manifestación. A pie de calle. Con el frío que hace.
Despreciamos la política; ese juego que diseñan desde arriba y, aparentemente, no nos concierne, pero son sus reglas, las leyes de esos gobiernos nuestros, que valoramos entre cómicos y remotos, quienes deciden que un mal día nos encontremos envueltos en una guerra indeseable o desatendidos por un sistema sanitario negligente y deficitario –o sin él– o víctimas de un delito, cuyo culpable quede eximido por la falta de criterio de una justicia difusa o viviendo una vejez miserable por la escasez de la pensión o con los ahorros de toda una vida devaluados a la tercera parte de su valor o retenidos por los bancos o inmersos en un proyecto educativo que idean los políticos para fabricar ignorantes que, precisamente, piensen que los políticos no sirven para nada. Y así te encuentres, de buenas a primeras, en la calle, entre perplejo e incrédulo, sin empleo, sin nada, ni nadie en concreto al que reclamar. Con el frío que hace.