Hay amores como armas cargadas por el diablo y Cupidos que sólo disparan flechas de plomo. Amores que nacen bajo el equivocado signo de Marte y que, olvidados de las naturales gracias de Venus, intentan imponer con su torpe brutalidad aquello en lo que no vale la fuerza sino la maña. Hay amores que sacan mucho pecho y poco corazón, que avasallan y exigen y nunca cuentan con la voluntad del otro que así, objeto de una pasión egoísta y violenta, se convierte en víctima en lugar de amado. Hay ciegas obstinaciones, destructivas locuras, obsesiones dañinas que traen a su paso vuelos de buitres y no de palomas. Hay amores que nacen bajo el presagio de la desgracia y van directos por sus propios pasos a matar y a morir sin mayor deleite en el camino. Hay grandes ciudades y soledades enormes, amparadas únicamente por el engañoso destello del televisor, que construye para ellos una aparente realidad sin mácula, a su medida, al otro lado del espejo; risas de fondo, cuerpos perfectos, lugares paradisíacos al mágico alcance del mando a distancia. Todo un mundo sabroso en el que internarse y huir de la desvalida orfandad que, en las calles, envuelve al anónimo tripulante de las masas. Un delicioso espejismo de compañía para el solitario ciudadano contemporáneo que va minando su percepción del crudo entorno a favor de una deseable fantasía en la que el desequilibrio comienza a madurar sus primeros huevos. Así esos individuos, aislados en su onanismo televisivo, estatuas de sal sobre su doméstico aislamiento de sofá y lata de cerveza, van fermentando, día a día, esa locura que termina estallando por sus fueros. Y salen a la calle, armados hasta los dientes como el último Clint Eastwood que, en las películas de acción, enardece el intrépido valor después de la cena o se enamoran de esa chica de rostro angelical que les apunta de inequívocas promesas de pasión con su sonrisa sugerente. No cabe duda de que aquella chica es su chica y de que su sonrisa lo ha elegido sólo a él, entre tantos millones de espectadores. A esas alturas de soledad, únicamente es factible la hipótesis de que esa muchacha del otro lado de la pantalla haya de corresponder a sus obsesivos sentimientos de náufrago ya sea a las buenas o a las malas. Colecciona sus fotos, lee todas sus entrevistas en la prensa y subraya aquellas frases que como mensajes cifrados van dirigidas sin duda únicamente al obcecado idólatra, quien ya completamente convencido-a del eco favorable de sus desvelos amatorios, vive sólo para alcanzar el objeto de su enfermiza adoración. Primero son tiernas cartas galantes, luego algún encuentro fugaz en el estreno de cierta película u obra teatral con la esperanza de que se produzca el maravilloso y fatal cruce de miradas y, al fin, desenmascarada y bien patente la intolerable indiferencia del divo-a, la venganza por despecho bien planeada sobre la aparatosa tramoya que despliegan las pasiones febriles. Más peligroso, antes de que te odien sin reservas, puede ser que te amen con locura. Hay amores que son como una plaga, como una pesadilla, que, sin aviso, sin previa llamada, sin comerlo ni beberlo, se enredan en tu biografía y la dejan hecha unos zorros. O le dan incluso punto y final como ocurrió en el caso de John Lennon.
Hay amores que matan o intentan matar, locuras que en el falso nombre del amor –nunca podrá serlo tal delirio– nacen sin razón y asesinan sin motivo. Injustamente prestigiada, la locura de amor no es más que un alarde de egoísmo destructivo, de sentimiento unívoco y equívoco que no admite el rechazo sino con una revancha cruenta; «si no me quieres, muérete».
Hay una falsa educación sentimental que nos enseña que el odio es la otra cara del amor y reviste de tintes épicos el crimen pasional. Muy, al contrario, la venganza por despecho demuestra sólo la egolatría del amante rechazado dispuesto a destruir el objeto de su pasión por lavar su orgullo ofendido e incapaz de esa generosidad que, más allá de uno mismo, hace desear la felicidad del otro, incluso, si es necesario, en brazos de otra persona.
Corría una atípica y fría noche de junio en Madrid. Mientras los simpatizantes del PP celebraban la victoria de su partido en la calle Génova, un oscuro alemán esperaba a la salida del teatro «Reina Victoria» a su particular Alicia al otro lado del espejo; la imagen de la joven actriz, Sara Casasnovas, le había enamorado desde la pantalla de su televisor y, desde entonces, no dejaba de perseguirla fuese a través de misivas amorosas o viajes expresos a España para ver sus actuaciones. Pero, sin embargo, muy lejos de llevarle flores, la aguardaba con todo un arsenal asesino en su mochila; un bote de gasolina, sprays, sogas con nudos de horca y la ballesta con la cual le disparó, dispuesto a matarla por no responder a sus cartas de amor. Tanto el asesinato como el amor resultaron para el cruento idólatra dos intentos fallidos. Su Cupido sólo llevaba flechas de plomo.
Envenenada flecha de Cupido
22
Jun
Esta manifestaciç´on de sabidur´ia debiera ser materia de educaci´´on para la ciudadan´ia y de la ´etica del sentido com´un, el m´as beneficioso para la convivencia humana.
Quiz´a mejor que «el m´´as beneficioso…», principio de sabidur´ia indispensable, eleemental, para la felicidad humana. Asunto de abecedario vital.