Hemos llegado a un ‘punto final’ decretado por los políticos, al cabo de transitar agobiados la larga calle de los fracasos. Lo resumen los titulares como ‘el fin del multiculturalismo’. La integración es ese destino forzado que todavía influye con fuerza en la vida de las ‘castas étnicas’ de la sociedad norteamericana. Asciende el negro que hace todas las cosas que definen al blanco: imita la ‘cultura blanca’: la ropa, los coches, la forma de hablar, los colegios y universidades… Es el hoy tan desprestigiado (pero todavía superviviente) ‘negro bueno’, socialmente bueno, aunque personalmente puede ser tanto o más prepotente que un blanco poderoso (esa es otra seña de identidad).
En última instancia es el mismo mecanismo que todavía rige para la cuestión de género: la mujer que quiere llegar a los máximos niveles suele adoptar roles masculinos para atravesar las múltiples barreras que va encontrando. En menor escala, de modo más disimulado, pero todavía funciona así: para los negros, aunque tengan un presidente negro, y para la mujer, aunque unas cuantas de ellas alcanzaron la cumbre del poder. Para las etnias que llegaron en el último medio siglo a sociedades de acogida, formando minorías nutridas, el mecanismo integrador ya no esta siquiera disponible: sin conocer el idioma, los refugiados se adosan a un colectivo propio que les arropa y su destino inevitable es el de formar guetos y vivir en una situación de marginación cada vez más degradada. Después, ya se sabe: el diabólico mecanismo por el cual la mayoría discrimina y humilla y la minoría se automargina cada vez más y, cuando puede, devuelve humillación con rebelión. Se alimenta y realimenta un rechazo que muy fácilmente deriva al odio.
En Tombuctú, siglos atrás (cuando la historia se confunde con la leyenda) había siete u ocho barrios y en cada uno de ellos vivía una comunidad distinta; en el centro de la ciudad convivían y comerciaban unos con otros. ¿Cuál era la fórmula mágica? Muy sencilla: que todas las etnias eran iguales entre sí. Ninguna se autoasignaba el papel de cultura superior. Ya lo hemos comentado varias veces: Europa se amplió de modo insensato y hoy está perdiendo equilibrio por exceso de cargas. El crecimiento desordenado y exagerado de la Unión Europea (que se impuso a los ciudadanos fuera de todo control democrático) crea ahora una situación en la que ya no son los que huyen del hambre africana, sino los que vienen del Este, escapando de la miseria exacerbada por la crisis, los que crean sus propios guetos y mordisquean la sociedad de la opulencia que, además, simultáneamente, está dejando de serlo.
Hace pocas semanas, hablando de la expulsión de gitanos rumanos dispuesta en Francia, decíamos que el peligro de la ‘ultraderecha’ no está en pequeños partidos que van creciendo sino en los propios gobiernos europeos. ¡Cuánto cuesta resignarnos a tirar las etiquetas a la papelera! ¿Es que son ultraderechistas los conservadores y los laboristas británicos, la señora Merkel, Sarkozy, Berlusconi…? Las etiquetas ideológicas no nos sirven para analizar la realidad sino para confundirnos nosotros mismos. Lo que están haciendo los políticos de toda Europa, lo que han ido inoculando a la gente y ahora la gente lo ‘pide’ (el mismo mecanismo envenenado que ha derivado en la basura televisiva) es segregar a las minorías, vengan de donde vengan, y después cargarles las culpas de una crisis que no tiene nada que ver con ellas: es una crisis global en la que ésta Europa descentrada y débil, que nunca tuvo valor para enfrentarse al poder norteamericano, pierde terreno inexorablemente. La realidad que no fueron capaces de modelar (de diseñar, de proyectar) ahora nos atropella. ¿Qué culpa puede haber en el multiculturalismo si al fin y al cabo el gran proyecto europeo sólo puede ser –sólo pudo haber sido- una amalgama de culturas conviviendo pacífica y creativamente?
Lúcido como siempre, Horacio. Gracias.