El boquete de Zafarraya

El Boquete de Zafarraya: En la pista del Neandertal

El yacimiento de Alcaucín, descubierto por Cecilio Barroso en 1979, supuso una revolución mundial en el estudio de la cultura musteriense. Su hallazgo más importante: la constatación de la práctica del canibalismo

LUCAS MARTÍN

Podría entenderse como un ejercicio próximo a la nostalgia. Una recurrencia sentimental, en conexión con algún tipo de trámite sagrado. O al menos, como una de esas lealtades que distinguen en sus costumbres a las aves migratorias. El boquete de Zafarraya, insertado en la sierra de Alhama, en plena estribación de la cordillera Subbética, no destaca a simple vista por su docilidad ni por sus virtudes como caseta natural de paso. Si uno se perdiera o tuviera que buscar refugio en mitad de la noche, de la noche total y de cielo vengativo de principios de los tiempos, eligiría muchos otros puntos del entorno: cavidades, depresiones de apariencia menos fiera. Y, sobre todo, a ras del suelo, lejos de los 1.100 metros de altura que anudan la cima del monte.

Sin embargo, y en clara rebeldía contra la lógica, tal vez también contra la física, el sitio es el único de toda la zona que ha sido utilizado, y durante miles de años, como estancia provisional del hombre. La mayor evidencia está en la ingente cantidad de restos encontrados en el paraje: trozos de cerámica medieval, de sílex, de la Prehistoria. Incluso, desechos que apuntan al pastoreo reciente. Quizá sea cosa del magnetismo de la cueva. De su perfil monumental, ciclópeo. Una vistosidad que fue lo que llamó la atención del historiador Cecilio Barroso, el artífice del descubrimiento, que inició la búsqueda guiado por el instinto y la curiosidad, en 1979, mientras veraneaba en Alcaucín con la familia.

De aquella primera subida, sin carácter oficial de expedición, emerge la secuencia de un yacimiento que todavía hoy sigue dando la vuelta al mundo. Un espacio citado constantemente en la revista Nature, y que en los noventa revolucionó el estudio de los neandertales, enrolando en el proyecto a científicos tan prestigiosos como Jean-Jacques Hublin, actual director del departamento de Evolución Humana del Instituto Max Planck de Alemania.

El propio Cecilio Barroso fue el que se dio cuenta de que en la cueva, entonces un muladar de piedras, había indicios de cultura musteriense. Un tipo de técnica de lascado claramente identificable, que surgió y desapareció en el periodo en el que sobre la tierra anduvieron los neandertales. Entre 1981 y 1983 se llevaron a cabo las primeras excavaciones, muy alejadas aún del dinero francés, con apenas 50.000 de las antiguas pesetas aportadas por la Fundación Cueva de Nerja. La modestia, esta vez, no resultó ningún óbice. Los trabajos de Barroso y su equipo confirmaron la presencia de la especie. Y, además, de la manera más incontestable de todas: con restos de cuerpos humanos. Un hallazgo que, dada la escasez de asentamientos de la época de Andalucía, justifica ya de por sí el valor del enclave, pero que en este caso viene acompañado de una importancia que se mide por partida doble. Entre las piezas recuperadas, figuraba el famoso fémur, pero también una mandíbula que es considerada casi unánimemente como una de las muestras mejor conservadas del continente.

 

La pieza del Museo de Teba

La mandíbula es el resto óseo mejor conservado de los 16 hallazgos de fósiles neandertales aparecidos en Zafarraya, figurando entre las más completas de Europa. Esta pieza corresponde a una mujer de entre 20 y 30 años de edad, que conserva una buena parte de su dentadura, con las piezas todavía implantadas dentro de los alveolos. Su antigüedad oscila entre los 30.000 y los 46.000 años, según se tome como referencia el primero o el segundo de los dos análisis que se han hecho sobre el conjunto de los restos del sitio. Las excavaciones llevadas a cabo en los noventa depararon el hallazgo de otra mandíbula, aunque en este caso deteriorada, con cortes que apuntan a una posible práctica de canibalismo. Sobre estas líneas, imagen de la pieza actualmente exhibida en el Museo de Málaga, que fue localizada en la expedición dirigida por Cecilio Barroso en 1983. 

A eso se añade otra gran revelación, reconocida y propagada a nivel mundial, con seguimiento minucioso. El peso del yacimiento de Zafarraya contrasta fuertemente con la dedicación de las autoridades españolas -locales, provinciales, nacionales y autonómicas- que ni siquiera se han molestado en habilitar un centro de interpretación junto a la cueva. Son los franceses los que han invertido, sumando efectivos y esfuerzos durante los noventa al equipo de Cecilio Barroso. En una de las expediciones conjuntas, la pala reveló la existencia de una antigua hoguera en la que aparecieron huesos maltratados, carbonizados, con signos de haber sido reducidos a filamentos. Los investigadores no lo dudaron: el descubrimiento refrendaba lo que ya había sido sugerido el estudio de las piezas anteriores: que en el boquete se practicaba el canibalismo. Una posibilidad, la de la antropofagia, con la que llevaban coqueteando algunos autores desde hacía décadas y que gracias al yacimiento malagueño se ha convertido en un nuevo punto de luz bajo el que observar la vida de los neandertales.

En Zafarraya, en cualquier caso, no eran muchos. No, al menos, al mismo tiempo. Las dimensiones de la cueva apenas admiten la presencia simultánea de seis o siete personas, acaso miembros de una misma familia. Cazadores que hacían un alto de varios días en su errancia, quién sabe si provenientes de la costa o de Alfarnate, donde las investigaciones geológicas siluetean la presencia de una especie de campo general de operaciones. Ahora, desde la cueva, se intuye la cercanía urbana de Alcaucín, pero entonces todo era muy distinto. Un bosque mediterráneo con un bestiario que las transformaciones han hecho que parezca de barraca: leones, ciervos, jabalíes, toros, caballos, panteras. En muchos casos en disputa salvaje con los propios habitantes del boquete. «No creo que los neandertales tuvieran el grado de desarrollo y de cooperación que se necesita para practicar la caza selectiva. Comían lo que pillaban», razona Barroso.

La excepcionalidad del yacimiento de la cueva también reside en la datación de los restos, que ha ido generando información de amplio recorrido en bibliotecas y academias científicas. Los primeros análisis hablaban de una antigüedad de 30.000 años, convirtiendo a los neandertales de Zafarraya en los últimos en extinguirse en Europa, donde la especie hacía más de diez milenios que había sido complemente sustituida por el Homo Sapiens. Evaluaciones posteriores, con tecnología aportada por la universidad de Oxford, han introducido nuevas e importantes variaciones. Según estos, las piezas corresponderían a un asentamiento más remoto, de 46.000 años. Los diferentes resultados no invalidan el asombroso contenido histórico de la cueva. Lo cuenta Javier Noriega, de la empresa arqueológica Nerea: «Zafarraya supone una constatación científica de primer orden con lo descubierto y lo que queda por descubrir. Nos hallamos ante un interesante diálogo entre una especie, la del hombre del Neandertal y un territorio, uno de los principales yacimientos del periodo de la Península», explica. Sin duda, la memoria del hombre. Sus huellas imprecisas. Sus angustias y movimientos iniciales. 

Un tesoro apreciado pero sin explotar: la desidia frente al éxito

La cueva permanece cerrada. Protegida, además, por un sendero pedregoso, difícil de domar, con el único claro descrito por la línea del antiguo ferrocarril, en los pies de la ladera. Nadie se ha molestado por contratar a un guía. No hay dípticos ni paneles explicativos. Una pobreza señalética que no guarda proporción alguna con la importancia del yacimiento, que ha inspirado trabajos y publicaciones en países como China e instituciones del prestigio de la Academia de las Ciencias de Estados Unidos. Pocos después del descubrimiento de los restos, la Junta de Andalucía otorgó a la cueva la catalogación BIC. Además, se hicieron las gestiones para obtener la titularidad de los terrenos, hasta entonces en manos privados. Eso, junto a la exhibición en el Museo de Málaga de algunas de sus piezas, son, sin embargo, las únicas acciones llevadas a cabo para ampliar la proyección del yacimiento, que todavía, en futuras exploraciones, podría dar lugar a nuevas y jugosas sorpresas. Una lástima, y en eso coincide Cecilio Barroso con los arqueólogos Eduardo García Alfonso y Javier Noriega, para el territorio, que cuenta sin apenas saberlo con una riqueza digna de llamar la atención, como sucede en Francia, de miles de turistas. De momento, todo sigue igual. Casi cuarenta años después de su descubrimiento, Zafarraya brilla. Pero sólo en artículos y estudios técnicos. 

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