Bobastro, la ciudad rebelde
El yacimiento, con mucho todavía que descubrir, cuenta con las únicas iglesias mozárabes de la zona y con una alcazaba obra de Abderramán III
A simple vista no se aprecian signos de riqueza. No hay restos de columnas , ni párrocos, ni postales en inglés. Nada que recuerde a las calles estrechas y repletas de piedra que flanquean habitualmente la entrada a los grandes templos turísticos. Bobastro, sin duda, no es La Mezquita. Ni la Alhambra. En lugar de arquerías y oro repujado presenta una apariencia semisalvaje, con trozos de roca tallada en mitad del monte, de los que apenas se pueden mirar sin buscar protección, en plena borrachera de sol, de árboles, de formas confusas y altas.
El yacimiento, situado en territorio todavía agreste de Ardales, no da muchas pistas. Por más que las ruinas y la naturaleza animen la imaginación, a nadie no advertido se le ocurriría pensar que allí reposan los restos de una ciudad que pudo ser tan grande y muñidora como Córdoba. Un espacio que sigue inspirando páginas de investigación en países como Estados Unidos. Y que, por uno de esos golpes de azar y de oportunismo que a menudo sacuden la historia, se quedó casi a las puertas de convertirse en la verdadera capital de Al-Andalus.
Bobastro representa la memoria de una insurrección. Pero también, como insinúan los arqueólogos Javier Noriega y Eduardo García Alfonso, los restos de una alternativa de dominación que quedaría tras medio siglo prácticamente varada entre las rocas. La iglesia excavada en piedra, los sugerentes fragmentos de muro, dan cuenta de un esplendor que desde la sierra de Málaga estuvo a punto de marcar los designios de buena parte de España.
El historiador Virgilio Martínez Enamorado, que fue artífice del descubrimiento de una de las dos iglesias localizadas en el yacimiento, insiste que el territorio, con muchos secretos aún por sacar a la superficie, forma parte, a todas luces, de una medina. Una ciudad creada por el rebelde Omar Ben Hafsún en una zona montañosa, casi inaccesible y desde la que diseñó un escenario de operaciones que incluyó a media Andalucía e hizo tambalearse al emirato de Córdoba.
Bobastro, con la piel dentada de sus antiguos edificios, es todavía hoy el reflejo de la personalidad de su líder. Un revolucionario, Ben Hafsún, ampliamente dotado para la política y la estrategia. Capaz de urdir una campaña ladina de manual, jugando al mismo tiempo, y con cartas distintas, en distintos frentes. En los cincuenta años que duró su sublevación Hafsún abrazó el cristianismo para granjearse el apoyo de las poblaciones cercanas, se hizo posteriormente chií, entabló alianzas con Túnez. Todo con la intención de tejer una malla que pudiera contrarrestar el poder de los emires de Córdoba, de los Omeya, que tenían consigo la legitimidad, básica para el Islam, de proceder de una de las inacabables ramas familiares de Mahoma.
La prueba de estos saltos está presente entre los vestigios que conserva el territorio. Aunque todavía resta mucho por excavar, Bobastro conserva a la vista dos de sus iglesias. La primera, plenamente rotulada en la roca, considerada, aunque simplemente por haber sido descubierta antes que la anterior, como la única muestra eclesiástica de arquitectura mozárabe de Al-Andalus. En su afán por ganar adeptos, Hafsún llegó, incluso, a nombrar un obispo. La similitud de ambas iglesias, que únicamente se diferencian en su ubicación y en la pérdida parcial del carácter rupestre, es para Martínez Enamorado un indicio que invita a creer en que durante un tiempo, el que duró la confesión de su líder, los rebeldes aplicaron en la zona un programa deliberado de construcción de templos. Una hipótesis que, con los hechos posteriores en la mano, resulta difícil de asimilar, pero que se vuelve muchísimo más convicente en el relato que hace el especialista de la época, que era un mundo en el que las fronteras entre las religiones estaban mucho menos fortificadas, con entradas y salidas de fieles y vecindad de costumbres e ideas.
La Málaga de finales del siglo IX, que fue la de los albores de la insurrección, no tenía nada que ver con la estabilidad y contundencia con la que suelen liquidar los periodos los manuales generales de historia. La hegemonía de Córdoba, aunque reconocida, era cuestionada a cada momento; a veces con pequeñas revueltas contra su política fiscal, motines, intentos de saqueo. De cualquier modo, nada comparable a Ben Hafsún y Bobastro, que lograron trascender la frontera que separa la revolución de la creación de un gobierno y de una administración en paralelo. En este caso, y con independencia de la alternancia de credo, al estilo, además, de la estructura gestionada en Córdoba por los Omeya.
El éxito de Bobastro se percibe en la dimensión que llegó a adquirir el movimiento, con una red de simpatías y acólitos que iba de Algeciras a Jaén. Ben Hafsún se quedó a pocos kilómetros de tomar el emirato. Desatando la ira del que poco después, en 929, se transformaría en Califa. Ben Hafsún moriría antes de ver desmoronarse su sueño. Quizá reservando su última esperanza en sus hijos, que continuaron defendiendo la ciudad hasta el último ataque de Abderramán III. Tantos dolores de cabeza daría la rebelión a Córdoba que en la toma de Bobastro los Omeya decidieron edificar una alcazaba en el territorio. Un edificio que fue el primero en ser advertido y que pudo tener una misión simbólica y a la vez funcional: la de garantizar que en la sierra de Ardales no se ocultaba ningún foco de resistencia.
Cuentan algunos escritos que el califa, no contento con someter la otra nueva Al-Andalus, la escarpada y rebelde, llegó, incluso, a exhumar el cadáver de Hafsún, que supuestamente fue exhibido a las puertas de Córdoba con todo tipo de saña aleccionadora. Luego vendrían largos periodos de abandono. El olvido. La mitología inventada por el franquismo, deseosa de encontrar héroes en los que envolver su frágil teocracia, casi siempre construida en oposición atolondrada a los demás. Se sabe hasta dónde llegó Hafsún. El enigma sigue siendo Bobastro. Una medina todavía por explorar. Quién sabe si con nuevas iglesias y edificios. El Caminito del Rey de la historia medieval.
Del misterio superado de la ubicación a la segunda iglesia
Existía un muro cincelado, quién sabe si a pulmón, en la roca. Ruinas con nombres como la Reina Mora, leyendas de tesoros, historias hechas con ese material, tan lleno de imaginación, con el que se explican los restos antes de que converjan con la datos. Bobastro, como una metáfora excesiva de su significado, corría en paralelo; era una etapa enciclopédica sin físico. Hasta que en el siglo XIX, Francisco José Simonet señaló sin lugar a dudas su ubicación correcta.
La primera excavación, llevada a cabo por Cayetano de Mergelina en 1923, sirvió para sacar a flote La Alcazaba. Una constatación que, junto a la iglesia a la vista, ratificaba la tesis del emplazamiento, que únicamente fue cuestionada en una ocasión, en los sesenta, cuando el arabista Joaquín Vallve desplazó el enclave hacia la Axarquía. Una teoría felizmente superada. Y más después de los sucesivos trabajos posteriores. Que Bobastro se alza en ese punto, a dos kilómetros de El Chorro, ya no se discute. Ahí están como argumento añadido las expediciones de Rafael Puertas, que arrojaron luz al entorno del monasterio, y, sobre todo, las de Virgilio Martínez Enamorado, que en 2003 culminaron con el hallazgo de una segunda iglesia. El propio especialista insiste en las sorpresas que todavía aguardan en el yacimiento, donde se presume una medina repleta de posibles huellas históricas. «Estamos hablando de un tesoro turístico en potencia. Un lugar cercano al Caminito del Rey, a los embalses, a apenas 50 kilómetros de Málaga», resalta. Lo único que resta es voluntad institucional y, sobre todo, financiación. Bobastro, espera.