Como en una metáfora de la realidad, se conmina a 500 niños de un colegio malagueño a guardar silencio. Al igual que a los españoles no gritar, no molestar a los vecinos del norte
Los que crecimos en las universidades españolas y latinoamericanas de 1968, recordamos aún uno de los lemas del mayo francés, ‘prohibido prohibir’, como el más representativo del espíritu reivindicativo de aquellos años. El de ‘la imaginación al poder’ se quedó en el camino. En este caso se le abre un expediente sancionador a un colegio público porque sus alumnos, niños de entre 3 y 12 años, hacen mucho ruido con sus vocecitas y molestan a los vecinos. No hay colegio de chicos en el mundo, donde la alegría de sus gritos no se escuche a la hora del recreo. Pretender niños silenciosos en ese rato de expansión física y mental, presupone convertirlos en autómatas tranquilos. Tal vez lo consiga la inteligencia artificial en el siglo XXII. Será otro mundo.
La directora de este colegio ruidoso ha emprendido un plan de reducción del vocerío. Ha invertido unos 6.000 euros en insonorizar techos y paredes, y ha adecuado las clases más alborotadas a horarios menores, aún les falta el área del comedor. Pero los vecinos quieren silencio absoluto. “Yo he tomado ya medidas, pero no puedo poner un tapón en la boca a los niños”, dice. Si lo hiciera se enfrentaría a la protesta de sus padres. Los vecinos van a tener que aprender a convivir con esa contaminación acústica infantil.
La administración local y regional se ve obligada a la sanción ante un problema que no tiene solución. Ni se le puede impedir hablar y hasta gritar a los niños de una escuela, ni tampoco obligar a los vecinos a aguantar ese suplicio. La tolerancia se impone. Por una parte reducir en lo posible el ruido de los chicos, cosa que asegura estar haciendo su directora; y pedir a los vecinos que aguante el superior nivel de decibelios esas horas diarias de algarabía infantil. Hay otra más drástica, que en estos tiempos parece inviable: derribar el colegio, previo desalojo de alumnos y personal. Tal vez a algún vecino le gustaría más esta última solución, pero habría que construir otra escuela y no hay dinero para tanto en estos momentos.
El que sí se inclina por el derribo es el concejal cultural, Damián Caneda, en relación a otro edificio, ya vacío, el de la plaza de La Merced, antes sede de dos salas de cine. Su idea es condicional, ‘si no se le encuentra un uso adecuado’, quiere decir una empresa privada que lo proponga. Como está el panorama financiero español, cosa poco probable. A Caneda le ha respondido su jefe, el alcalde, que deseche esa idea. De derribo nada. Tras los 20 millones de euros soltados por el Consistorio a sus antiguos propietarios, no es el caso de venir ahora con la piqueta rápida. Tampoco ve el alcalde malagueño una plaza ampliada: «La plaza queda mejor de esta forma; si se abre, no es tal plaza, sino que es otro tema distinto», ha afirmado. Obviamente, sería un espacio a definir, diáfano, arbolado, con vistas plenas a la Alcazaba, etcétera. Más allá de la desautorización, no es la primera, a su edil de la cultura, el tema viene a reiterar la falta de coordinación, de diferencias de puntos de vista en los usos culturales de los edificios comprados.
Con Caneda coincide Pedro Moreno Brenes (IU), el profesor también mira hacia una plaza ampliada sin el edificio. Mientras el arquitecto, Carlos Hernández Pezzi (PSOE) se figura igualmente un edificio cultural bajo superficie con la plaza extendida hacia la calle la Victoria. La polémica, como casi todos los asuntos de esta ciudad de vaivenes, está planteada. Aprovechar la edificación para usos culturales parece lo razonable, aunque la propuesta de Caneda esté sumando adictos en las redes sociales.
En una ciudad huérfana de espacios dedicados en exclusiva a las artes no estaría de más, sino todo lo contrario, obtener ese edificio para tal fin. Ubicado en un área estratégica de la ciudad, cercano a la Casa natal de Pablo Picasso, al Museo Picasso, al Teatro Romano y a la Alcazaba, podría ser, entre otras cosas, un muestrario del extraordinario cruce de culturas que formaron a esta ciudad hace ya unos tres mil años. Otra cosa es conseguir el dinero para rehabilitar el edificio y dotarlo para esos menesteres. Mientras tanto, los niños guardan silencio.