Un verbo de extraña conjugación entre la clase política. Quien lo pronuncia es una rara avis en este universo de eternos cargos acomodados a las prebendas
Tal vez sea por motivos genéticos de la historia patria, o por el ejemplo engastado en los cargos que ocupan, sean electos o no, que les da ese pasado cercano aún de aquel dictador que hasta en su lecho de muerte segura se aferraba al sillón de mando, y sólo abandonó el deber cuando dejó de respirar. Es duro renunciar a un cargo, muchos caídos del cielo, cuando se les señala de algún acto improcedente y aunque no se sea culpable directo, lo parezca ¿Por qué es tan difícil aceptar haber errado?
En cualquier empresa privada, los directivos son cesados o renuncian con mayor prontitud. En la cosa pública es al revés. A los que incumplen se les premia. A los ineptos en el desempeño de sus funciones se les eleva, ensalza, gratifica. Por el contrario a los eficientes se les margina, se les mira con desdén y si se les puede echar antes que tarde mejor. Es un mundo al revés, donde la partidocracia tiene la función implacable de proteger a los incondicionales, garantizándoles cargos casi vitalicios, aunque sean incompetentes. Donde el verbo dimitir es desconocido, incómodo, impronunciable, inconjugable.
Es una decisión a la que se le tiene terror. Y cuando alguien la toma, el dimitente es tratado como un enfermo terminal al que hay que encontrarle otro cargo de inmediato, en la sombra de la administración, a cobijo de miradas indiscretas, pero con la garantía de un sueldo salvador. Esta democracia nuestra, tan imberbe aún, ha creado una cierta clase política profesional que si sale del ámbito de la cosa pública no podría sobrevivir. Esa es una razón potente de que al dimitir se le huya como si de un fantasma aterrador se tratase.
Debería estar consustanciado con todo cargo público. Si se equivoca, sea mucho o poco, a dimitir, porque la responsabilidad no es con la junta directiva de una empresa privada, sino con los ciudadanos que soportan una buena parte del entramado del Estado, en sus presupuestos y en lo político. Sin votantes no hay democracia.
Las normativas son claras al respecto, pero cuando sucede uno de estos casos las interpretaciones vienen a salvar al cargo en cuestión. Sí, ha debido abstenerse, pero no ha habido dolo. Sí, fue después su cuñada, pero no lo era cuando la contrató. Sí, era y es su cuñado, pero no hubo mala intención. Bueno, tiene parientes en un carguillo, pero no los contrató él directamente. Y así vamos viendo caer la lluvia.
Es cierto, son cosas menores, errorcillos, si lo comparamos con casos como Astapa, Marbella, ayuntamientos varios donde el negocio del ladrillo ha empapelado a muchos cargos municipales. Pero van minando la confianza del elector de uno y otro color, de un ave o de una flor, de rojos y azules, y eso le hace un daño sostenido al sistema democrático, que no será perfecto, pero es el mejorcito que conocemos hasta el momento.
Si dimito quedo fuera del juego o me voy a la cola del paro en el mejor de los casos. Ese debería ser su último acto. Se haría un gran favor a los ciudadanos para que recuperen su confianza en esta clase de privilegiados profesionales, que sólo pagan sus errores cuando la sangre llega al río.