Sin alumnos no hay paraíso. Se atraviesa la baja natalidad con la realidad de las aulas. Dos parámetros que, aunque lejanos, se cruzarán en el futuro
Carlos Pérez Ariza
Mientras los pactos andan en componendas y España espera, se cierne un cielo encapotado de despoblación persistente. Y la educación superior no acaba de levantar cabeza, según los rankings al uso. Se le puede echar la culpa a la crisis, que cumple diez años y va tan campante. Tener un hijo cuesta dinero. Si se es mileurista, ni hablar de pensar en ser papás. Mantener el sistema público de universidades sin efectuar una profunda reforma desde dentro, también está cuesta arriba. Problema económico y cultural esto de poblar la nación para que estudie. En cuanto a la universidad pública se necesita capitalizar la investigación, al menos para equipararla con la media europea. Desde la Ley Bolonia (espacio único de la Educación superior europea), la carga docente supera la mucha vocación de los profesores, que, a su pesar, han desatendido la investigación. Aunque estamos en 47 millones de habitantes, no se debe tanto a los nacimientos de nativos, sino a las madres extranjeras. De los 369.302 niños nacidos en 2018, algo más de uno (promedio estadístico) de cada cinco son de vientres recién llegados. De esa cifra, 76.184 fueron bebés de madres foráneas. En la otra base de la pirámide, que se ensancha por arriba y se estrecha en su base, fallecieron 426.053 españoles. La desventaja está clara: menos nacimientos que muertes. No es un buen balance.
La tendencia demográfica se observa persistente por cuatro años consecutivos. La inmigración es una clave positiva, siempre que haya trabajo. Entre el costo de las casas, compradas o en alquiler, los salarios de miedo y el decepcionante panorama hacia el futuro, traer un niño a este valle de lágrimas es prohibitivo. Se cruzan pues cuatro variables: el descenso constante de la natalidad, el mercado laboral exiguo, la organización de la inmigración y el futuro de la educación básica, media y superior. España no está para inventos cortoplacistas. Los gobernantes de cualquier nivel tienen un problema grave en sus manos, cuyas consecuencias no explotarán hoy, pero comprometen el desarrollo del país. La tendencia hacia el envejecimiento de la población parece irreversible. Las pensiones por jubilación están en el horizonte. Veamos.
Las estadísticas para la provincia de Málaga son una guía para toda España. Si para antes de la crisis 2006, era ejemplo de alta natalidad, para 2018 se dio la cifra más baja de nacidos en los últimos 20 años, según ratifica el Instituto Nacional de Estadísticas (INE). La comparativa es clara, 13.434 nacimientos (2018), un bajón de 7% en relación a 2017, y un 30% menos que hace diez años. Es evidente que la contracción de la economía tiene algo que ver. Mientras la línea de nacimientos no deja de descender, con un ligero repunte en los años del boom económico, la de fallecimientos mantiene su ritmo ascendente. Málaga ha pasado de ser el baby boom español a un alarmante descenso de los alumbramientos. El 33% de las madres que han dado a luz en Málaga tenían entre 30/34 años. Crece el segmento de ellas de 40/44 años. Se mantiene en menor grado las menores de 15 años, seguidas de las de 19; y las de más de 45 y algunas incluso de más de 50. Prolongar la edad de la maternidad es otro índice de una sociedad, donde tener hijos se ha venido abajo.
La edad media para pensar en embarazarse se retrasa a los 31 años. Cada vez es más frecuente parejas con un solo hijo o ninguno. El 63% de las mujeres dan a luz con 40 años o más. En la última década los nacimientos han caído en España un 30%, dice el INE. Ante este panorama, hay que recordar que España no tiene una política de Estado sólida que fomente la natalidad. La conciliación de la vida laboral/familiar es frágil, la educación gratuita de 0-3 años no está garantizada aún. Todo incide en la decisión de aplazar o no tener hijos. Este es el síntoma de una sociedad con una enfermedad crónica: El salto a un desarrollo sostenible. Hemos vivido un espejismo de prosperidad, que desapareció en 2008. A diez años, estos datos con más fallecimientos que nacimientos, es el síntoma de una catástrofe social.
Como toda tragedia, la paradoja está presente. La esperanza de vida al nacer alcanza aquí los 83,2 años (80,5 hombres; 85,9 mujeres), pero tal estímulo no alienta a procrear. Este mayor aliciente de vida no favorece los nacimientos. En 2050 habrá seis jubilados por cada 10 trabajadores (ahora 3/10), el sistema de pensiones, tal como publicamos la semana pasada, va a temblar. El Estado, gobierne quien gobierne en ese año, tendrá que pagar 300.000 millones, frente a los 140.000 millones de hoy. La dimensión del descenso de la natalidad no es un tema baladí.
Con pueblos despoblados, jóvenes que no se emancipan, trabajos precarios y eventuales; un mercado comercial, industrial que no es capaz de promover empleo masivo; sin un desarrollo tecnológico puntero; una dependencia excesiva de la industria turística y también de la producción agrícola, agroindustrial, agropecuaria, España tiene que encarar con alta urgencia su modelo de desarrollo, donde poblar esta tierra no sea una decisión inasumible por las parejas jóvenes. Ese es el centro del problema español. Los políticos tienen que cambiar el chip mental de pensar sólo en cómo colocarse para ganar las próximas elecciones.