Patria o Muerte
El pope de la revolución permanente deja a Cuba esperando libertad Aquí, a doña Rita Barberá le dejaron el corazón sin aliento. En Cuba, Fidel Castro, el verdadero comandante eterno, hizo honor a su linaje gallego y murió último
Germán Santamaría, periodista colombiano de raza, tiene escrito y publicado un libro de relatos cortos, ‘Morir último’, que estos fallecimientos me han recordado. Me decía, a las puertas de la antigua Babilonia (donde ambos estrechamos la mano de Sadam Hussein, en una ceremonia de la información), que había titulado su libro con su propio deseo, morir de último. Todo periodista tiene esa secreta esperanza, para no perderse los grandes acontecimientos que dan titulares históricos. La muerte de la señora Barberá, cuya presunción de inocencia la dejó al borde del infarto que la mató, es un ejemplo. El fallecimiento de Fidel, tras prolongada agonía militante, es otro. Antes cayó su hijo putativo, Hugo Chávez, que impuso una revolución cuando ya no estaban de moda y montó una pasarela autoritaria luciendo su disfraz de demócrata. Hay otros que murieron antes y no podrán ver esos titulares, Guillermo Cabrera Infante es uno de ellos. Su ensayo sobre el tabaco, ‘Puro Humo’, también es una metáfora de la Cuba del exilio, que se quedó en la bruma del recuerdo de quienes ya nunca volverán. Pero la desaparición de Fidel no es una metáfora, sino la última escena del último acto de una tragedia. Aún falta el epílogo, que está en manos de un actor secundario, otro Castro, que dice dejará el sillón en 2018. También he revivido una noche tardía en La Habana, donde toqué la suave mano del dictador caribeño, de largos dedos con uñas femeninas, en otro rito informativo.Un dictador es un dictador. Lleve un rosario colgado del cuello o esgrima la biblia en pasta en sus discursos. Y si de entrada se declara el redentor de los pueblos oprimidos, desde la izquierda más radical, también lo es. La desaparición física de este que nos ocupa puede que abra Cuba a la libertad que él conculcó. El escenario se complica con el magnate-presidente americano, Donald Trump, cuya tesis sobre el régimen cubano es contraria a la que ha impulsado la administración Obama. En el horizonte cercano está Venezuela, donde los intereses cubanos son del mayor interés para su supervivencia ideológica y económica. Nicolás Maduro ha perdido a su padre redentor, y aunque guarde un minuto de silencio eterno por su memoria, la historia no le absolverá. Ya ha pronunciado un panegírico lacrimógeno a la mayor gloria del difunto líder continental.
Fidel, quien se echó en brazos de Nikita Khrushchev y despreció a Jack Kennedy; se convirtió, en su resistencia numantina, en el último representante de la Guerra Fría. Provocó el exilio de más de dos millones de cubanos. Fusiló o encarceló a cuanto disidente se le cruzó en el camino, empezando por sus propios camaradas de Sierra Maestra. Fue la mano de hierro en Cuba desde 1959. Un genio del mal sobre el mapa de la política internacional jugando a desafiar al imperio americano a tan solo noventa millas marinas de sus costas. Fue temerario, instalando misiles con cabezas atómicas, que apuntaban al corazón de Manhattan. Intervino en las guerras coloniales de África y dejó en el camino a su fiel Ernesto ‘Che’ Guevara, y a Camilo Cienfuegos, entre otros camaradas. Intentó acabar con la democracia venezolana en los sesenta, hasta que lo consiguió en los noventa. Con una idea fija en su mente: Un obseso, incansable, meticuloso, omnipotente, insomne, casi eterno. Que olvidó, como le pregonaban a los héroes romanos, que era humano y la muerte tardó, pero le llegó, como a todos.
Sus hagiógrafos dicen que pronunció unos 2.500 discursos, casi todos de pie y de unas cinco horas de duración media. Al llegar al poder en 1959 se explayó en nueve horas sin descanso. Tuvo un imitador mediático en Chávez, que usó la cámara para inmortalizar su verborrea. De aquella ‘Independencia o muerte’, que los mambises gritaban contra el ejército colonial español, le surgió ‘Patria o muerte, venceremos’, solo que destruyó a su patria, le sobrevino la muerte y no venció. Lo de la ‘Historia me absolverá’, aún está por escribirse. Marcó, la línea férrea del partido comunista cubano, para que nadie se llamara a desviaciones: ‘Dentro de la revolución todo, contra la revolución nada’. Dejó claro que toda disidencia era contrarrevolucionaria y, por tanto, penada por traición a la patria con las más altas condenas. Contra el bloqueo americano, internacionalizó la guerra de guerrillas, dando apoyo a todos los movimientos de ese tipo en América Latina. No es casual que el ‘diálogo’ con las FARC colombianas haya sido en La Habana. Un supremo polemista, un hábil argumentador, un faro para todo el oleaje marxista de Latinoamérica.
En ese continente sufriente, Fidel inspiró un horizonte de redención. La intelectualidad representada en esos primeros años sesenta por Julio Cortázar, Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa, Eduardo Galeano, Adriano González León, y tantos otros, fueron fieles defensores de la revolución cubana. Al adentrarse en la represión generalizada contra los escritores cubanos, los apoyos fueron mermando. Aunque algunos permanecieron fieles a ese ideal que sacrifica la libertad en aras de un desarrollo precario. Esa herencia aún está viva. Tal vez nunca se le absuelva, pero su legado de muerte no debe ser olvidado.