Aquí está de nuevo la mayor fiesta callejera del Sur de Europa. Un orgullo etílico, que marca el verano malagueño. Millones de persona y euros están aquí
En sentido clásico no hay botellón. Vale. En sentido práctico tampoco, lo que pasa es que la gente se agolpa en las calles del centro para beber, y algunas chicas ‘llevan las bragas en la mano’. Vale. Esa es la posición oficial del Ayuntamiento de Málaga, que es la entidad que convoca a esta macro fiesta. Les costó años eliminar el botellón, que llegó a tener una zona acotada de jueves a sábado con vigilancia y limpieza en horas extras, hasta que la autoridad del Puerto se opuso. Pero pervive este festín anual, aunque se disfrace de una semántica típicamente política. Los vecinos del centro, que cada año son menos –pocos soporta ya vivir allí–, se quejan. Están perdiendo la protesta; mandan los comerciantes, que tienen el poder de manejar esa zona convertida en parque temático para alegría del turismo. Su poder va hasta posponer la instalación de la Noria del Puerto para después de la Feria, con tal de que no les quite clientes y obligar a recular al alcalde en su pretensión de multar a los camareros que tiren la basura fuera de los contenedores. La Feria del botellón es de los comerciantes del centro histórico, ‘la gente quiere marcha’, deben recordar, y ellos se la dan con permiso de la autoridad competente.
No crea que el botellón se limita al centro histórico. También en el Real, continuación de la Feria por la noche, se acota una zona para que los jóvenes beban en su ambiente y a menor costo. Aquí se ha discutido tanto sobre el modelo de esta festividad calurosa, que algún cronista de la ciudad podría escribir un libro lleno de curiosidades, de ocurrencias, de propuestas mágicas, que nunca se llevan a cabo. La realidad es que la Feria sigue en sus dos versiones, en sus dos localizaciones con poco orden y ningún concierto. No hay policía suficiente para multar a tantos feriantes.
Cualquier crítica se estrella contra las cifras: Este año se espera superar el impacto económico del año pasado, casi 45 millones de euros. Los hoteles ya han colgado el cartel de completo, no hay habitaciones. Los bares sólo se preocupan porque no se acabe el hielo. Los restaurantes están gozosos, con una gastronomía española en expansión, y donde hasta los niños son chefs. Qué más se puede pedir. Hay que aflojar la presión de una crisis tan larga como ancha, y que las copas tomen las calles; eso sí, con orden, civismo, sin pasarse, sin escándalos, con las copas de plástico y las bragas en su sitio. ¿Qué atrae a tantos cientos de miles de personas al centro de Málaga en esta semana grande? La sensación de que todo o casi está permitido. La gran fiesta del Sur de Europa es esta, no hay duda.
Pero hay gente pa’ to’, como dijo el torero. En las playas se agolpa la multitud, siempre que la sucia nata flotante te deje mojarte. Tampoco hay barquitos suficientes para quitarla. Los turistas se solazan en los coches de caballos, que han sido titulares porque sus cocheros reclaman algo de sombra para sus sufrientes equinos; mientras el ocurrente concejal Juan Cassá, plantea que se sustituyan por coches eléctricos, y así los caballos dejen de sufrir. Éste compite en ocurrencias con su jefe, el alcalde. Los cocheros se cachondean de él. Y el portal del centro da la bienvenida en rojo con el blanco de biznagas pintadas, que huelen a Málaga. Todo transcurre según la tradición. Málaga en Feria es insoportable para muchos, aunque la gran, inmensa mayoría de nativos y visitantes, entran en éxtasis con una copa callejera en la mano y una braga en la otra, según la versión de la edil de Fiestas Mayores.
Esta ciudad del Paraíso, que cantó Vicente Aleixandre, sigue fiel a su tradición: mil bares y una librería. Y, no obstante, han proliferado las casas de libros, pero más las de copas. ¿Cómo podría ser distinta la Feria? Tenemos lo que somos, ni más ni menos. Así que menos crítica y déjese arrastrar por la euforia callejera de esta ciudad, que acoge sin reparos a propios y extraños. Sólo una breve recomendación a los empleados encargados de depositar la basura en los contenedores: aprenda a doblar las cajas de cartón para que ocupen menos sitio y no tengan que dejar fuera a esas bolsas mal olientes. Si no pueden, el Consistorio prepara un curso rápido con expertos dobladores de cartones de toda Europa, buscan fondos Feder para septiembre.
La felicidad en estos días es una ecuación de difícil solución. En todo caso, la Feria da una sensación de euforia que se desparrama por la vía pública. En realidad esa alucinación parece alcanzarse en un intercambio entre cantos y copas. Si ese es el propósito de esta fiesta mayor, pues qué le vamos a hacer, es la vía más fácil hacia la ensoñación. La verdad es que hay la impresión de que los responsables políticos de este tinglado anual nunca se han sentado a analizar con cierta seriedad el asunto, ni falta que hace, dirán. Mientras las cifras económicas respondan y el comercio grite de felicidad para qué van a pensar en otra cosa. La noria puede esperar y Limasa también.