La ilusión del disfraz, donde nada es lo que parece, trastoca a las personas en personajes. Los políticos dieron muestra de sus otros yo. La mascarada sigue
Tras el concurso de murgas sobre las tablas, donde las voces critican sin piedad, el público sale a la calle a máscara descubierta. Ser otro, como pregonó Rimbaud, vivir como si se pudiera ser otro, transfigurado por el poder de una careta. Los primeros en el peligro de transfigurarse han sido los políticos locales. El alcalde, de edil del siglo XIX, como si estuviera en las Cortes de Cádiz. Otros de sus concejales de típicos campesinos paraguayos o de exóticas damas orientales o de señoronas de la burguesía malagueña del medioevo, de cortesana, han dicho. La oposición socialista de humildes barrenderos actuales, que aprenden inglés. La panoplia se exhibió sin rubor en el Teatro Cervantes, que para eso era el inicio del Carnaval malagueño.
La historia de la pasión galante, la de aquellos dos jóvenes brasileños, que encuentran el amor trágico en las favelas, en esa ilusión de carnaval, que inmortalizó el director francés Marcel Camus en ‘Orfeo Negro’ (1959) con la, no menos, famosas melodías, ‘Manhâ de Carnaval’ y ‘A felicidade’ puntas de lanza de la Bosa Nova a cargo Luiz Bonfá y Antonio Carlos Jobim, respectivamente. El mito de Orfeo adaptado por el jefe del movimiento de la nueva canción brasileña, el poeta Vinicius de Moraes, que había escrito la obra teatral en 1954, ‘Orfeo da Conceiçâo’. Es también la metáfora del amor que puede nacer en Carnaval, pero que disfraza la alegría efímera en una máscara que oculta la realidad. De allí su fuerza poética, subrayada en aquella estrofa: ‘Tristeza no tem fin, felicidade si’. Esta película ganó la Palma de Oro del Festival Internacional de Cine de Cannes en 1959, y en 1960 los premios Oscar y Globo de Oro a la mejor película en lengua extranjera. Si no la ha visto es la ocasión de visionarla con una máscara puesta.
Pero esta semana vuelve a reinar el rey Momo y la diosa Carnal, la fiesta de la carne suelta, de la mascarada callejera que ríe, baila y se viste de galas antiguas o de disfraces futuristas. Donde el amor se cuela por las venas en un ardor de todo vale. Donde se permite lo que se podría pensar en otros días, y que en estos recorren la loca progresión de que lo prohibido es posible. Paradójicamente, todo a la luz catedralicia de la calle Larios, que como pasarela principal, contempla el desfile de disfrazados danzantes. La felicidad se impone, la alegría es la norma, sin acordarse de la estrofa de Jobim ni del final infeliz de ‘Orfeo Negro’. La realidad es tan dura que el Carnaval es una necesidad sociológica, tal vez hoy más que nunca. Las citas electorales se aparcan por unos días y los sondeos se cobijan a las sombras de las chirigotas.
Aquí hay Carnaval para todos los gustos y edades. Desde luego sin olvidar a los más mayores, a los niños y a la juventud que acaba exámenes universitarios y necesita expansión y relax como la vida misma. El centro de la ciudad se anima, y es una semana para hacer caja en los bares también transfigurados bajo el lema ‘#yomedisfrazo’. El comercio necesita que gasten, pues sacan cuentas y no son buenas, pese a tanta rebaja sobre la rebaja de la rebaja. El personal atiborra las calles, pasea, mira que mira, pero compra poco. La crisis sigue instalada en lo profundo de los bolsillos. El Carnaval dará un aliento, al menos en bebedizos.
La vida loca, la algarabía de los disfrazados, el tiempo detenido entre los concursos, las comparsas y las letras que se corean como dardos envenenados contra el poder. Es el Carnaval, que se pasea por las calles y toma las plazas. El irresistible atractivo de la máscara para ocultarse y pescar sin ser reconocido. Venecia se ilumina, se engalana; Río baja desde las favelas al desfile grande del sambódromo. Las Canarias se dejan querer por los guiris del norte, que se contagian del ritmo casi caribeño. Una semana que se disfraza tras las máscaras, que ríen sin piedad para la tristeza. ¡Que vivan las carnestolendas! La vida seria bien puede esperar una semana, que para lamentos siempre hay tiempo.