El calvario de la inmigración en EEUU es conseguir, a como dé lugar, la codiciada ‘Green Card’, una garantía de permanencia legal en el territorio americano
‘Verde que te quiero verde’, cantaba Federico García Lorca, sin pensar en el alto significado que tiene ese color de la esperanza para los cientos de miles de inmigrantes que cruzan los controles de aduanas de esta tierra de promisión. Obtener esta tarjeta de residencia permanente significa poder conseguir un empleo legal y vivir bajo el amparo del sistema estadounidense. Hay varios caminos que llevan a esa calidad superior de extranjero. Algunos bordean el realismo mágico, marca propia del universo literario, que tiene asiento en la más cruda realidad.
Una es tener un contrato con una empresa que sirve como patrocinador, y que, cumplidos los requisitos, otorga la ‘green card’. Hay otras, muy socorridas, y es la que transita el camino del matrimonio con un ciudadano/a estadounidense. Aquí el amor real puede bautizar la tarjeta verde, o ser una boda ficticia, que con las pruebas documentales consiguientes sirve, igualmente, para legalizar la permanencia americana. A una de esas bodas fraguadas, que hemos presenciado en directo, lleva la desesperación por asentarse en una tierra que ha sido forjada, precisamente, por millones de europeos y latinoamericanos que han dado forma a la actual ‘cultura americana’.
La producción de esta no deja nada al azar. Se suelen organizar desde el núcleo familiar, de amigos de confianza, donde unos ayudan a los recién llegados a conseguir el estatus legal. La vía matrimonial, en este caso, transita por ese camino. Una recién llegada, en los cuarenta años, divorciada en su país de origen, con dos hijos, entra como turista. Es acogida por personas que, en algún momento de su anterior matrimonio, fueron familias. Quiere, necesita con desesperación encontrar un trabajo, con urgencia, volver a su país no es un opción posible, ni siquiera se la puede plantear, es un viaje sin retorno. Entonces, ¿cómo permanecer y encontrar trabajo legalmente? Tiene que casarse con un ciudadano estadounidense. Su núcleo familiar es la única ayuda en la que se puede apoyar. Comienza la producción de la boda.
Su excuñada, hermana de su exmarido, se ofrece a organizar la puesta en escena. Tiene a su vez un exesposo ciudadano estadounidense, es su candidato a novio. Se reúnen y fijan el acto nupcial. Falta el notario que fije la legalidad del acto. Lo tienen, una íntima amiga que se presta a certificar la unión nupcial. Faltan los figurantes. Amigos íntimos del círculo familiar e incluso un americano de pura cepa, que asiste creyendo que todo transcurre dentro de la mayor fidelidad y apego a la legalidad que ha unido el amor verdadero. Así que están los contrayentes y los testigos, incluso un menor de edad, hijo de la novia, que agrega su inocente presencia. Todo va a quedar en familia.
Se toman videos y fotos, pruebas irrefutables, que inmigración pedirá para constatar la verdad de unos besos de luna de miel, que quedará registrada en un reportaje gráfico probatorio. La ‘green card’ está en camino. Se ha dado el primer paso a una unión que no podrá ser diluida, so pena de perder la preciada tarjeta residencial. Hay otras uniones, donde las parejas son verdaderos amores, pero la tarjeta en cuestión une más que cualquier lazo afectivo, pues la disolución significa perderla.
Ese enredo, digno de una comedia de Lope, trasciende todo relato literario para acomodarse en la más cruda realidad: la tragedia vital del inmigrante. No es tarea fácil dejar tu lugar de nacimiento, sea cual sea la causa, que casi siempre tiene que ver con la economía familiar, con la inseguridad, con la política, las guerras, que destruyen familias y que llevan a las personas a dar un giro en sus vidas, que nunca pueden reconstruir. Siempre, dicen, tienen la secreta esperanza de volver, pero la dura nueva realidad laboral, aprender otro idioma, perdiendo algo el original, ingresar en el sistema escolar, es un torrente que arrastra a la vida. El lugar de nacimiento queda en la nebulosa de la memoria, que insiste en recordarlo como un olor, un sabor una presencia que rememora algún detalle cada vez más lejano e inalcanzable. La nueva patria del ‘green card’ se va imponiendo en un idioma que se llama espanglish. El matrimonio, con ese esposo teñido de verde, acaba de empezar.