¿Puede el latrocinio permitir permanecer en el poder que tanto costó alcanzar? ¿Puede, seguir estático, contener a fuerzas emergentes? No, no puede. Acto V, escena final
Como en una tragedia shakesperiana el castillo arde por los cuatro costados. El foso está teñido de rojo. Como aquel Macbeth, mira al cielo ennegrecido, espera que llueva, pero sólo ve los nubarrones del humo que sube y cubre el sol del mediodía. Mira hacia el bosque y aún no puede ver ni un solo árbol. Está solo, sus caballeros le han abandonado. Las traiciones le nublan la vista. Las alegres damas de su corte, antaño alegres y cantarinas, han enmudecido. Ahora danzan en un aquelarre frenético. Le señalan como a un forajido, que dejó que todo a su alrededor se fuera derrumbando, mientras afilaba su espada. Se le fue el tiempo sin mirar más allá de su corona. Le sudan las manos. Su frente se ha plagado de arrugas. No es ya aquel que fue. Ahora acepta que ya no tiene mando sobre sus lugartenientes. Se ve asolado, pero sigue aferrado a la última piedra de su castillo que aún queda en pie. Sentado sobre un pedestal no tiene ya ni una lágrima de consuelo.
Las naciones del Norte están temerosas de este castillo que no termina de derrumbarse, pero que amenaza ruina. Lanzan avisos, aún pacíficos, pero beligerantes. Ya sin gobierno por demasiado tiempo, dudan del pago de sus deudas, que se acumulan en los cajones de palacio. Ellos tienen sus fronteras en peligro, con sus propias y acuciantes presiones, están dentro a los bárbaros en una silenciosa amenaza permanente, que como la fina lluvia de otoño no moja, pero empapa sus vestiduras raídas por el resplandor veraniego. El gran reino del Atlántico los ha abandonado y eso mina los cimientos del otrora gran espacio del viejo continente, que se había maquillado tan bien, que se creyó su propio cuento de hadas del Rin. Ahora, como las brujas del ‘gran’ Macbeth, aúlla el coro de la tragedia anunciando el final de un era, que se ha teñido de pesadumbre. Mientras, los súbditos se han refugiado en juegos de azar, y se mojan los pies en la orilla de las playas rezando unos y embriagándose otros tantos.
No obstante, el corifeo se mueve con la lentitud del que reflexiona y mide su espacio para calibrar sus posibilidades de subir al escenario, cosa que nunca ha hecho. Con su máscara de salvador de la patria, mide sus fuerzas, que no son abundantes; tan decaído tiene a su coro, que no logra afinar las voces. Los agudos suben de tono y los graves se oscurecen. Las terceras voces hacen mutis. La escena está confusa y las caretas van cayendo en el proscenio, donde se asientan sus señorías. Por la puerta derecha entra un nuevo personaje, lleva la mueca de la sonrisa. Es joven, y habla del futuro con frases cortas, que parece haber memorizado deprisa. Por la de la izquierda también irrumpe otro joven, que, a cara descubierta, anuncia el Paraíso en medio del caos. Al fondo, oculto por la densa humareda, el líder observa atónito. Desde la calle nadie irrumpe, nadie exclama venganza, ni otorga perdón. Sólo asoman unos rostros desencajados, escépticos, aburridos, cansados de esperar. Quieren creer que falta poco para que esta última escena concluya, para que llegue el fin de esta obra, cuyos protagonistas llevan la tragedia pintada en el rostro. Quisieran presenciar un final feliz, pero lo dudan. Les van a pedir –una vez más– su parecer, que hablen, que digan quién desean que los gobiernen. Desde el patio de butacas gritan que ya lo han manifestado, pero no le hacen caso. Son voces muertas, hartas de gritar, se les ha dibujado un semblante incrédulo. Fantasmas parecen, pero ni se mueven, ya no tienen aliento ni para manifestarse.
Los reinos circundantes, los que se asientan en el mar cercano, miran a este reino con la desconfianza de que les salpique tanto descalabro. Pero callan expectantes. Han pasado y pasan por escenarios semejantes. No pueden dar misericordia, sus obras aún no han concluido. Sus esperanzas también se han evaporado con la canícula vertical. La moneda, tan común, ya no puede comprar más conciencias. Este Macbeth del Sur, los mira; extiende sus manos tersas, pero no consigue engañarles. ‘Estoy limpio’, dice, pero no se confían. Ya han pasado por ese camino y saben que está cerrado.
Solo en escena levanta la mirada al cielo, implora sin que se le escuche. Le rodea su propio silencio. La soledad es ahora la recompensa de quien estrechó tantas manos pidiendo que le otorgaran el poder absoluto. Esas mayoritarias ayudas se han esfumado. Le está esperando otra noche y un amanecer de incertidumbre. Los fieles han huido con el botín. Él, finalmente, se deja caer en su curul, cuyo terciopelo azul está tan desgastado como sus pensamientos. Cae el telón, y un acorde gutural del coro da la nota final.
Esta Dunsinane a la española, no tiene el asiento trágico de aquella obra de William Shakespeare. Estamos al Sur del límite, donde las tragedias teatrales se acabaron con Federico García Lorca. Aquí somos más propensos a la comedia, donde todas las cosas serias se dicen en clave de humor, de chascarrillo, de mofa y chanza. Así nos va, perdiendo el aval internacional, detenidos en el espacio de una política de salón de billar, donde las bolas no encajan en las troneras. Ya saben, al final Macbeth muere; aquí no, sigue ahí.