Miami es una ciudad crisol de exiliados latinoamericanos o hispanos, como le nombran los estadounidenses. La primera remesa la proporcionó la revolución cubana, y no han dejado de llegar durante los 57 años que los hermanos Castro llevan manejando Cuba. Al exilio político se ha sumado el del hambre desde México y Centro América y, más recientemente, de nuevo el ideológico, que ha arrastrado a cientos de miles de venezolanos en pos del sueño de recuperar aquella libertad de existir, que les arrebató la «revolución bonita» del difunto comandante Hugo Chávez. Este conglomerado, donde también hay cientos de profesionales españoles arquitectos e ingenieros, empujados por la crisis y que han contribuido a despejar la burbuja inmobiliaria, recuperando para el skyline las grúas de la construcción. Así que con los diferentes acentos que enriquecen a nuestro idioma lo difícil es encontrarse con una persona que no hable español. De los aproximadamente 5/6 millones de habitantes de esta ciudad, la mayoría hispana –que ya es bilingüe– no ha sido absorbida completamente por la cultura americana. Ha trasladado y creado una especie de subcultura, que también ha penetrado en los nativos estadounidenses.
Con el idioma se lleva puesto un traje de olores, sabores, risas y lamentos; de recuerdos, de costumbres, de una forma particular de existir, que no es fácil desechar. Es que bajo este manto de vegetación tropical y de calor húmedo, que no te deja caminar por la calle y te obliga a resguardarte en el frío artificial del aire acondicionado, se conserva y se contagia lo hispano. De hecho, se le cruza a uno el croata que conduce un camión de mudanzas y, además de hablar inglés con su acento balcánico también habla ya español. Y las chicas cubanas de la tienda de ropa que pasan del inglés al español, sin perder su acento, pese a haber nacido en Miami. El núcleo familiar es el centro de esta permanencia del español y la base de que se haya impuesto en esta ciudad una subcultura hispana a la que el americano no es indiferente.
Se siente en que muchos han aprendido el idioma. Y que te los encuentras comiendo tacos mexicanos o arepas venezolanas. Miami es un ejemplo de una sociedad blanca que ha absorbido a una inmigración masiva, de la que se beneficia al asumir los trabajos más básicos, pero que también ocupan la escala profesional antes reservada sólo a estadounidenses. Son médicos, gerentes de bancos, farmaceutas, periodistas, ingenieros, profesores, arquitectos y políticos. La primera generación de cubanos fueron los pioneros de esta amalgama social. Ahora se han sumado mexicanos, venezolanos y, en menor medida, españoles. Pero llama la atención la capacidad de este país para colocar a millones de extranjeros en su tierra y hacerles cumplir con el ordenamiento legal y aceptar su «american way of life». Porque aunque Miami esté «tomada» por la hispanidad, no ha dejado de seguir siendo americana.
Miami Beach. Esa extensa lengua de tierra adosada a la ciudad por un largo puente sobre el mar, tiene una historia peculiar de especulación inmobiliaria. Fue producto de unos avispados propietarios de inmuebles de la comunidad judía. En 1980, cuando llegaron los bautizados «marielitos», que Fidel Castro embarcó en el puerto cubano de Mariel con rumbo a Miami, deshaciéndose de 125.000 cubanos, muchos de ellos delincuentes, que la revolución no había podido rehabilitar, comenzó la operación South of the Fifth. Los dueños de esos edificios alquilaron apartamentos a muy bajo precio a aquellos «marielitos», cuya conducta desordenada ahuyentó a los inquilinos americanos. Una vez desocupadas esas viviendas, los propietarios subieron las mensualidades a los cubanos, que también desalojaron al no poder pagar. Consiguieron su objetivo. La finalidad fue que pudieron reconstruir aquellos edificios para convertir la zona en residencias de lujo.
Hoy en día otros propietarios, similares a aquellos, están realizando una operación calcada en Wynwood, un barrio en tierra firme. Para revalorizar la zona han ofertado locales con grandes ventajas a firmas de lujo para que se instalen. Han comenzado a llegar Prada, Dior, Louis Vuitton, Cartier, entre otras. Hoy conforman las calles más cotizadas de Miami, una especie de milla de oro, el Desing District. La intrahistoria de esta ciudad está aún por escribirse, más allá de aquella serie Miami Vice, que sucedía en la década de los ochenta, cuando esta ciudad estaba tomada por el narcotráfico.
Pasear a media noche por Lincoln Road a 32º y con la humedad que te hace sudar aunque estés sentado es palpar el turismo extranjero en directo. Puedes escuchar hablar en italiano, ruso, chino, francés, español. Todos los comercios, además de los restaurantes, tienen sus puertas abiertas y exhalan el frío del aire acondicionado, como reclamo atrayente. Puedes entrar en una farmacia, a las 00.30 y, además, de las prescripciones médicas, comprar desde agua hasta hojillas de afeitar. La gente se acuesta tarde aquí, aunque no hay Feria a la vista. También, como en todo centro turístico, abunda el canallaje esquinero, que te puede ofrecer sustancias prohibidas por la ley, el olor del humo los delata. Los turistas aun fotografían la casa de Versace, quien fue asesinado en su misma puerta. Es una casa del llamado estilo «colonial español» con su pórtico de piedra. La única enclavada entre los edificios Art-Decó que jalonan el entorno de la famosa calle Ocean Drive.
Miami: Trópico hispánico
23
Ago