No se trata de fútbol. Sino de un tsunami político que amenaza con echar abajo el andamio socialista de uno de los países más potente de América Latina y del mundo
Los analistas internacionales dicen que Brasil se enfrenta a un desastre político y económico. Dilma Rousseff, su presidenta, tiene en el horizonte cercano una interpelación en el Congreso. Está señalada de haber ocultado el inmenso tráfico de sobornos en Petrobras, la empresa nacional del petróleo, y de no haber hecho frente al déficit del presupuesto nacional. Los indicadores que siguen el crecimiento de la economía mundial, señalan que Brasil seguirá en números negativos durante 2016, tal como el año que acaba de concluir. Afirman que la contracción será de un 2,5 a 3 por ciento de su PIB. La organización del cónclave de unos Juegos Olímpicos, de la fiesta que eso puede suponer, no va a salvar al gobierno de Rousseff. Parece que la corrupción no tiene ideología. Nadie se salva de la tentación de meter la mano en el bolsillo público. Tal como dice la canción de Vinicíus de Moraes y Antonio Carlos Jobim, ‘A felicidade’ en Brasil, ‘Tristeza nao tem fim/ felicidade sim’.
El milagro brasileño parece la romería imposible del santón Antonio Conselheiro, que luchó contra la sequía del sertón nordestino, ganó batallas y perdió la guerra. Lo contó Euclydes da Cunha a comienzos del siglo XX, y reconstruyó Mario Vargas Llosa en ‘La guerra del fin del mundo’. Cien años después, Brasil sigue debatiéndose en la calamidad del crecimiento sin conseguirlo. Sólo su música y su poesía parecen mantener la esperanza. La pesadilla político-económica empezó en 2015 y el horizonte actual es borrascoso. Un gigante inestable no conviene a la región y tampoco a España. Brasil es una de las primeras economías emergentes BRICS (siglas para Brasil, Rusia, India, China, Sudáfrica); portal abierto a grandes inversiones de empresas internacionales. Las españolas tienen como destino principal a Brasil, 70.000 millones/euros es la cifra acumulada allí. El dinero huye de la inestabilidad política y de la inseguridad económica.
En economía los datos hablan sin metáforas. Además, aquí se han juntado la crisis económica y la institucional. El año que acaba de terminar cerró en crecimiento negativo, -3,7 del PIB. La inflación en 10,67 por ciento; desempleo en un 10%. La moneda cayó devaluada frente al dólar en casi el 33%. Para 2016 la caída sigue en picado con un decrecimiento del 3%. Esta situación de inestabilidad sostenida se cobró la cabeza del ministro de Hacienda, Joaquim Levy, ahora lleva las riendas del bamboleante carro, Nelson Barbosa.
Pero doña Dilma no duerme tranquila, aunque el entramado político brasileño le ha dado un mes de respiro. En el Palacio de Planalto está trazando su plan de rescate de la economía, y el suyo propio, para salir airosa de la comisión de investigación, que podría concluir con exigirle su dimisión. Según analistas de la Fundación Getulio Vargas, la presidenta está estudiando con sus asesores un plan de construcciones de infraestructuras, reducciones fiscales a quienes compren viviendas y ayudas para la adquisición de vehículos. Dilma Rousseff ha declarado que su país necesita un reequilibrio fiscal y controlar la inflación. Dos claves fundamentales, pero cómo conseguirlo en medio del acoso del caso Petrobras. Estudia una reforma tributaria a fondo y el plan de pensiones. La pregunta es si tendrá tiempo de cara a las sospechas que caen sobre su acción política. Con la convocatoria deportiva calentando músculos, la imagen que transmite Brasil es la peor posible. Contra todo pronóstico de los observadores internacionales, la presidenta dice que logrará un crecimiento del PIB de 0,5% y que la inflación no superará 6,5%. Eso sería un pequeño milagro en ofrenda al Cristo Redentor de Río de Janeiro, que se tapa los ojos horrorizados sin poder mirar a la bahía de Guanabara.
En el complicado tablero partidista brasileño, donde las alianzas que permiten gobernar a la presidenta están encontradas y directamente divididas, Dilma Rousseff necesita 172 votos de diputados para evitar que sea cesada, dos tercios del total (513 parlamentarios). El panorama en la oposición tampoco huele a rosas. Los gruesos escándalos de corrupción han alcanzado al mismo expresidente Lula da Silva. El PT es un coladero de peleas entre los miembros del aquel núcleo duro que se identificó con el gran cambio social del Brasil. Los hilos que unen la corrupción con la financiación de los partidos en el gobierno y sus campañas electorales, fueron tan sólidos como frágiles ahora sus culpables.
Democracias en construcción que se deslizan por los caminos secundarios de la ilegalidad. Partidos que ganan elecciones con el aporte ilícito de las grandes empresas, que acogen a los políticos en casi paro. Un país rico, que dilapida su fortuna. Coaliciones gobernantes que no se hablan. Oposición desorientada y frágil. Cuántos puntos de coincidencia con esta España, que ve peligrar sus inversiones en este gigante con los pies de barro. Y qué parecido son a veces los problemas recurrentes: corrupción generalizada, desempleo, precariedad en los servicios sociales, decadencia del Estado de bienestar. Con Brasil en el corazón y esta España, rota por ahora, hay que recordar que como escribió Vinicíus, ‘tristeza nao tem fim’.