En esta especial corte de Camelot un viento secesionista ha revuelto las cortinas del Palacio Real. Se congela el patrimonio a su contacto. Las brujas de Macbeth calientan sus conjuros
El caballero Pedro de Sánchez se ha echado al campo. Cabalga cortando el campo de Castilla en pos de su santo Grial particular. Quiere ser el jefe mayor del reino. Sus iguales, barones como él, le han abandonado. Impone una deriva que no gusta a sus compañeros más señalados. La conspiración para detenerle en su carrera está en marcha. Tal vez un dardo de ballesta, como un relámpago, le detenga en el próximo cruce de caminos. Lo tiene más que complicado, baraja dos noes: No al jefe del gobierno real y No al secesionismo de la región del noreste, que llaman Catalonia. El rey, en la sala del trono, mira a España y espera sentado.
El primer ministro real, don Mariano de Rajoy y Brey, con rostro desencajado, acaricia su toisón, que cuelga de un fino hilo, y con la mueca que se fija en el más que probable final de un mandato, recibe a los postulantes por orden del rey. No parece tener margen de maniobra. Está maniatado sin los suficientes apoyos, más allá de los que le marca la Casa Real. Su otrora pedestal de recio granito, se ha resquebrajado. Como si la tierra bajo sus pies temblara, con redoble de tambores y el retumbar de las trompetas reales.
Entran en escena dos aspirantes, que hasta ayer eran pajes saltarines. Uno viene de la periferia del reino, un territorio levantisco que no reconoce las leyes reales. Que desprecian el idioma de la Castilla conquistadora del mundo. Que dicen haber sido invadidos y despojados desde el siglo XVIII. Que de españoles sólo tienen el yugo que le impusieron. Han cogido carrerilla y amenazan con desconocer la Carta Magna y abandonar el reino para siempre. Allí se alza un paladín del rey, el caballero Albert de la Rivera, que recuerda a Sir Lancelot revestido de su armadura de plata reluciente bajo el sol o la luna. Proclama ser, como el más rancio castellano, hijo de la España eterna y ha jurado defender la integridad del reino. Es el más fiel aliado de ese premier, cuyo aliento le ha congelado la sonrisa.
El otro en liza contra el debilitado primer ministro es el caballero de la larga coleta, Pablo de las Iglesias. Ha acumulado una siniestra propuesta de regeneración de la patria grande. El reino está tan podrido que el hedor hace irrespirable la convivencia, ha proclamado. Hay que quemar la Ley Mayor actual para escribir una nueva que ponga coto a este reinado de corruptos. No le gusta este Estado monárquico, que permite tantos desmanes, tanto latrocinio. Suspira por una república similar a la que le acogió bajo el ardiente trópico. Son los abanderados de la honradez revolucionaria. Añoran ser jacobinos o bolcheviques puros, incorruptibles; despojados de acusaciones, limpios de gobierno, pero bajo la influencia de aquellas repúblicas que sí conocen los mecanismos profundos de la corrupción que da el poder absoluto.
Mientras el reino se revuelve buscando un camino que dé sosiego y recupere el esplendor ancestral, el rey ha hablado desde el regio salón del trono. Ha recordado a la España, una de las primeras naciones modernas, que fundó a Europa. Pide ‘reconocernos en todo lo que nos une’, como si eso se supiera a ciencia cierta. Ha subrayado lo que a todo niño español deberían enseñarle en la escuela: ‘entender nuestro presente y orientar nuestro futuro nos permite también apreciar mejor nuestros aciertos y nuestros errores; porque la historia, además, define y explica nuestra identidad a lo largo del tiempo’.
Se acogió a los preceptos, que ya le señaló a los reyes hispanos el insigne jesuita, Baltasar Gracián en su ‘Oráculo Manual y Arte de la Prudencia’ (1647), donde de sus 300 aforismos, pensados para orientarse y guiarse en una patria compleja y en crisis, el monarca Felipe VI habrá sacado cumplido consejo en tan graves momentos de la actualidad política de su nación. Debe haber recordado, ‘Pise firme siempre en el medio y no vaya por extremos, que son peligrosos todos’, como recomendaba Gracián. Aunque también, educado como está en el mundo anglosajón, ha podido rememorar a Winston Churchill: ‘El político se convierte en estadista cuando comienza a pensar en las próximas generaciones y no en las próximas elecciones’. Sin embargo, se acogió al código del jesuita y se guió por la prudencia. Le ha ocasionado el aplauso del centro a derecha y a izquierda; y el repudio insultante de los extremos de la secesión. Como nadie, el monarca sabe que se la juegan y que puede quedarse sin su reino y sin su caballo.
Aún el territorio está unido por un frágil hilo de contención. Las fuerzas que tiran de la costura no cejan en su empeño. Los barones se aprestan a enristrar sus lanzas, calzan espuelas y preparan sus cabalgaduras. El torneo ondea banderas blancas, azules, rojas, amarillas, moradas y naranjas. El invierno se apresta a hacer escarcha en la palestra. La justa está servida. El campeón no se avizora, por igual sus espadas brillarán fuera de sus vainas. Duro será el batallar, mientras los pajes engalanan los establos. A la hora señalada saldrán a la arena con sus proclamas, sus bandos, sus promesas. Mientras el rey espera en Palacio para juramentar al campeón, España contiene el aliento para que el futuro no se le escape del corazón.