No hay nada que ofusque más a un cargo público que ver su nombre en un titular de un periódico. Algunos no han asimilado que la libertad de expresión incluye esas vicisitudes
‘Ha llegado la canalla’, afirman ciertos políticos en la antesala de una rueda de prensa, refiriéndose a los periodistas que esperan para escucharles. Destinados a convivir con esos ‘plumillas’, que tanto incordian a veces con sus artículos, conforman extrañas formas de convivencia. Las relaciones entre las fuentes y los periodistas que las cubren son como idilios de amor/odio permanentes. Si las funciones de la prensa se cumplen a cabalidad en el intento de desvelar, con la mayor aproximación a la verdad, los hechos y apuntar sospechas e incertidumbres públicas, los aludidos se montan en la soberbia y en la absoluta incomprensión de las tareas que se le han encomendado a la prensa en los Estados democráticos. Gajes del oficio, que dicen algunos. Notoriedad a quien la merece y por diversas razones, buenas, regulares o malas. Los políticos están ahí para que la prensa los vigile, es así aunque les moleste. La canalla a veces cambia de bando.
La función de una prensa en medio de los tres poderes que compiten por llevarse titulares es contar lo que está sucediendo, al menos hasta donde se consiga establecer esa verdad. Aportar datos, documentos probatorios y certezas es el camino que hay que transitar. Pero también, es obligación de la prensa en democracia no callar lo que se sospecha; alertar sobre posibles asuntos turbios para que los tribunales y sus recursos de investigación establezcan lo que proceda. No es, desde luego, papel de los periodistas ejercer de jueces, aunque sí el de vislumbrar en las sombras para que se abran averiguaciones y los órganos judiciales establezcan mayor claridad en cuanto a la verdad de los hechos que vayan comprobando.
La transparencia no ha sido una práctica señera en estas tres décadas largas de la joven democracia española. Ahora hay amagos de ventilar las oscuras calles de la política, de los bancos, de las empresas públicas, de las fortunas de aluvión, de las compañías de los privados bien avenidas con el poder político, de los iluminados que se fotografían en las esquinas del poder o en las aulas públicas de la Academia. La prensa anda con gran dificultad por las pistas del ‘vuelva usted mañana’, esa rancia costumbre hispana de no aclarar nada que sea oficial o lo parezca.
La crisis ha hecho su trabajo. Redacciones escuálidas en una prensa especialmente acorralada con escasos márgenes de maniobra para investigar, y con una dependencia como nunca antes del dinero publicitario, tanto público como privado. Con ruedas de prensa sin preguntas, con esquinazos directos a la mandíbula de las nóminas. Con noticias prefabricadas en los despachos de managers de titulares amañados. Una prensa que se disuelve en la taza descafeinada de la aparente verdad sin mayores cuestionamientos. A merced de los lacayos de la política del día a día. Si la libertad de expresión no está secuestrada, dígame usted por dónde se la encuentra.
Una visual a las páginas de cualquier matutino local, sin ir más lejos, da fe de que un tanto por ciento importante de las noticias que se imprimen en el papel o vuelan por las versiones digitales son comunicados de prensa. La calle periodística se ha hecho estrecha, intransitable, tan lejana de las redacciones que los periódicos parecen refugios nucleares que nunca se abandona por temor a no poder llenar con oficio del bueno, las pocas páginas que hay que escribir. ¿Cómo no puede ser de otra manera si no hay puestos suficientes en esas mesas de redacción?
Este sigue siendo el mejor oficio del mundo, como lo definió un escritor que echó los dientes en redacciones de periódicos y que sabía que una muerte puede ser anunciada en una crónica o que un secuestro puede y debe ser una noticia digna de ser narrada. Las fuentes se han adueñado de la verdad y lo que dicen parece ser la única válida. Pero, créanme, no es así siempre. En la mayoría de los casos que se narran por la prensa, que sigue en la trinchera del compromiso con la realidad, ese amago de realismo, se intenta aproximarse a señalar lo que no es y lo que debería ser. La vocación del periodismo es contar a los ciudadanos lo que está pasando por esas calles y al político que le toque la sospecha, será inocente, claro está, hasta que se pruebe lo contrario. En muchos casos las pruebas no están a la mano, se ocultan, se destruyen o ni siquiera existieron, pero el deber de la prensa es avisar de que lo que parece maldad lo puede ser.
Como hoy pasean los reyes magos anunciando un dulce nuevo año que parece promisor, aunque puede suceder que no lo sea tanto, los periodistas tenemos el deber, la obligación de ser unos optimistas, pero bien informados. Eso puede parecer pesimismo, pero es que la realidad no está para engaños. Un mundo complejo necesita de una prensa mejorada en calidad y eso no va a ser fácil. Sin periodismo no hay democracia, decía un eslogan, lo que no puede haber al final es libertad y de eso se trata. Es fácil de entender. Feliz nuevo año.
…Y cuando el rostro volvió(hacia la libertad de expresión de Francia)entonces comprendió.