Un alto en el cansino camino de la tradición

2 Jul

Los regates estéticos que sortean una tradición aburridamente asentada suelen causar más revuelo en Málaga que el derribo de un edificio histórico, la subida acelerada de la prima de riesgo o la llegada –en son de paz– de una comisión marciana.

Ya hemos hablado alguna vez de cómo la pintura malagueña del XIX, magnífica por cierto, está tan asentada en el DNI de tantos de nuestros autóctonos que el negocio más floreciente para un pintor sigue siendo, en pleno siglo XXI, repetir los esquemas pictóricos de hace 130 años.

Con este panorama, era normal que el cartel de la Feria 2012 a algunos malagueños les haya gustado tanto como la niña del exorcista, y este grado de bienvenida recuerda a la acogida que tuvo el cartel de la Semana Santa de 2003, obra del desaparecido Gabriel Alberca.

En este sentido, el mérito que tiene Eugenio Chicano es indudable, porque es de los pocos artistas de vanguardia aceptados como cartelista.

Pero el panorama del cartel de Málaga ha sido en general inmutable desde los años 20, con la obligada presencia de mujeres en traje de gitana, la Farola de Málaga, farolillos y biznagas, elementos que si bien exaltan las excelencias de la tierra, de tanto repetirse llegan a cansar, al menos a un servidor.

Ya fue arriesgado el cartel de hace dos años de una vista nocturna desde Gibralfaro, con una palmera en traje de faralaes – y no es broma– y las palmas simulando el estallido de los fuegos artificiales. Nunca viene mal la originalidad.

Pero el de este año, ganado por concurso por la publicista murciana Ana Soro, ha hecho que más de uno se rasgue las vestiduras, y no es para tanto. Y se las rasgan, por cierto, muchos de los que siguen diciendo –cada vez a menos gente, para no ser tomados por locos– que Pablo Ruiz Picasso es un fraude y que un niño de cinco años puede hacer lo mismo (se entiende, su etapa más rompedora, de las etapa azul y rosa no hablan, mientras que del cubismo sólo comentan que no entienden qué objeto hay metido en el cuadro).

Y el cartel de Ana Soro ya lo conocen: alguien parece haberlo rasgado y asoman lunares blancos sobre fondo rojo. Las críticas le han caído por su simplicidad y porque, una vez más, parece que cualquiera puede hacer un cartel de ese tipo armado con photoshop, lo que es una variante del niño de cinco años que haría el mismo carrerón que Picasso si le diera la gana. La pregunta para esos críticos es por qué no se han presentado al concurso para ganarlo con los ojos cerrados.

La publicidad es muchas veces simplicidad, ahí están esos donuts que se le han olvidado al niño antes de ir al colegio o esa cola kilométrica de personas que se caen de espaldas esperando delante de un kiosco de la ONCE.

El cartel de Ana Soro es sencillo e impactante, de los que no se olvidan, y de eso se trata. No salen marengos ni caballos, tampoco asoman la plaza de toros de La Malagueta ni la Catedral, ni siquiera jinetes vestidos de Curro Jiménez y eso es también un punto a su favor: por un año no se repite el cartel de todos los veranos. Felicidades.

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