De la calvicie y la paridad política

24 Abr

En lo único que un servidor ha despuntado ha sido en lo de calvo prematuro. Con uno o dos años, a pesar de contar con incipiente pelo rubio, mis padres ya sabían que las raíces capilares de su niño serían involutivas y que con su modesta inteligencia, a lo único que podría aspirar era a nene prodigio de la alopecia.

En la juventud llegué incluso a usar fijador, en un intento vano porque mi flequillo no tomara las de Villadiego. Sin embargo, una foto reveladora, tomada hace casi veinte años en un río caudaloso, ya me muestra con unas entradas que ríete de las Rías Bajas.

Hubo unos años oprobiosos en que, ni un servidor ni mi peluquero supimos afrontar la realidad con dignidad, y en medio de la frente este firmante lucía en las fotos una suerte de islote de pelos mustios en los que ya clareaba la evidencia.

La punta de ese islote puede verse en la foto que acompaña esta sección –en la edición de papel–. Fue tomada en esos tiempos de indecisión capilar, cuando uno no sabía si seguir la vergonzosa senda de Iñaki Anasagasti o la senda de la verdad y la libertad.

Mi sorpresa es la cantidad de políticos malagueños, andaluces y españoles a los que les luce el pelo. Lo vemos en la mayoría de los carteles electorales, y aunque Anasagasti sea un caso extremo de negación de la realidad, ahí tenemos ese anuncio de peluquería de los años 70 que luce Artur Mas en la cabeza, quien da la impresión de ir con laca por la vida.

Tampoco Arenas, Rajoy, González y Aznar están faltos de pelambrera. Este último, por cierto, tuvo incluso una época reciente en la que emulaba el pelamen de Leif Garret, el cantante rubiales de los 70, e incluso nuestro alcalde Francisco de la Torre, que tuvo unos tiempos en los que parecía que su pelo estaba con la marea baja y pronto se fundiría con el cogote, ha aguantado el tipo los últimos años.

Los políticos calvos son minoría en una época en la que más que el mensaje y la ideología, importa la imagen y la falta de pelo no vende mucho. Porque, ¿acaso tendría probabilidades de triunfar en nuestros días alguien tan versado como Manuel Azaña, un político calvo y con la cara como El Berruguita?

Por eso, a las listas electorales en las que se alternan mujeres y hombres, en nuestros días habría que añadir un fijo mínimo de calvos (y calvas), para que también pudieran demostrar qué son capaces de hacer en política. De alguna manera hay que cortar –por supuesto al cero– con la moda políticamente correcta de las pelambreras moldeadas de Soraya Sáenz de Santamaría, la ola capilar de Rajoy en su cocorota o el pelo a lo Rowan Atkinson de Rodríguez Zapatero que marcan nuestra agenda política.

En suma, hacen falta más calvos con representación parlamentaria y poder político como Rubalcaba o Luis de Guindos siempre y cuando demuestren, en un sentido metafórico, ser también auténticas cabezas despejadas y si es posible, bien amuebladas.

Eso sí, elegidos democráticamente (azoteas del estilo de Franco o Mussolini mejor las obviamos).

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