Hagamos hoy un ejercicio de ciencia ficción, ese que tanto gusta hacer a los políticos malagueños, vistos los problemas climáticos que cada Semana Santa nos trae la primavera traicionera.
Lo cierto es que la historia no se puede cambiar, y la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesús tuvo lugar durante la celebración de la Pascua Judía, que de forma impepinable se conmemora en fechas no fijas pero que suelen coincidir con el tiempo más revuelto de esta estación de los primeros verdores.
Todos los años, cuando llegan estas fechas y las nubes hacen de las suyas poniendo perdida a una cofradía, se suceden los debates para dilucidar qué hacer para proteger el patrimonio, calado hasta los huesos.
Algún experto ha comentado la posibilidad de que los tronos tuvieran algún tipo de sistema automático, que en lenguaje llano sería una especie de capó. Una solución antiestética pero que ahorraría mucho dinero a las cofradías, sin olvidar los bienpensantes que proponen que en varios puntos Centro se instalen, también en sentido figurado, aparcamientos cubiertos para tronos.
Todas estas soluciones recuerdan a las que en su día aportó un escritor visionario como Julio Verne y es complicado que se lleven a cabo algún día, y eso que Málaga disfrutó, durante muchos años, de esas horrendas construcciones que eran los tinglaos, una tradición chapucera pero tradición al fin y al cabo, sin olvidar nuestra actual tribuna-falla valenciana que cada Semana Santa abduce la plaza de la Constitución.
Pero para soluciones imaginativas, la que aporta un familiar del firmante, y desde luego, resulta definitiva: Propone este malagueño que la Semana Santa de Málaga se celebre en verano. Con esta revolucionaria medida, se acababa de un plumazo la angustia cofrade ante el mal tiempo (aunque bien mirado, tendrían que calcular los días de terral).
Reducido al mínimo el riesgo de lluvia, exiliados los cielos de nubes amenazantes y esa brisa malsana que anuncia chubascos, habría, eso sí, que modificar bastante la indumentaria de los nazarenos y hombres de trono, ya que, vencido el mal tiempo, sería menester vencer también las lipotimias.
Habría que desterrar el terciopelo y abrazar el lino ibicenco e incluso, en las cofradías más aperturistas, permitir los pantalones pirata y los capirotes con rejilla.
Otra ventaja sería el público. Si la Semana Santa se celebrara en junio, un mes en el que el verano arranca, el lleno en los hoteles de la capital estaría asegurado.
¿Daños colaterales?, también habría. La primera de todas, la juventud cofrade, sobre todo la que tuviera que enfrentarse a los exámenes de junio, sin contar la temperatura que alcanzan los varales en un día de calores.
Este familiar sopesa los pros y los contras y señala que cualquier cosa es mejor que seis días mirando al cielo, quedándose sin salir después de un año de trabajo.
Un servidor no las tiene todas consigo. En la Semana Santa también hay riesgo, sufrimiento y tesón y todos esos elementos desaparecerían ante un horizonte de sol casi perpetuo, altas temperaturas y canciones del verano.