Las cataratas del Iguazú y la expedición más señera

23 Nov

Aseguraba hace unos días una usuaria de la EMT que en Málaga, «o no llueve o salimos en barca». Esta apreciación climática pudimos verificarla malagueños y visitantes el pasado fin de semana, cuando sobre nuestras cabezas cayeron las cataratas de Iguazú.

En algunos rincones de nuestra ciudad sólo faltó el monumento a Alfonso XII para que los vecinos se sintieran igual que ante el estanque del Retiro.

Un taxista comentó ayer a un servidor que, viendo el domingo la obstinación con la que caía el aguacero, y aprovechando que su mujer estaba en una mesa electoral, decidió pasar la jornada en su casa de los Montes, por la Fuente de la Reina. «Hacía 30 años que no veía llover de esa manera», aseguraba, al tiempo que describía las torrenteras que se derramaban por los cerros, como lágrimas de alegría ante el fin de una sequía pertinaz.

En cualquier caso, la imagen de Málaga anegada nos sigue sonando a estampa marciana, ajena a los oficiales 300 días de sol que disfrutamos desde tiempo inmemorial, pero basta un repaso a la historia de nuestra ciudad para encontrarnos, año sí y año también, espectaculares riadas del Guadalmedina, un río con más mala leche que un tártaro –con perdón para los tártaros– que tardó muchos siglos en ser más o menos domado.

Incluso en nuestros días, una panda de brillantísimos inútiles decidió emplazar una presa justo encima de la ciudad, para que, en caso de una imponente tromba, los malagueños nos arriesguemos a contemplar una reedición de la presa de Tous.

Quede constancia pues, en la decisión de construir la presa del Limonero –en realidad, del Limosnero– la profunda inutilidad de todos sus promotores, a la par que las altas dosis de majaronez concentrada de este inolvidable equipo gestor que, confiemos, sea ya agua pasada.

Pero no concluyamos con estas penurias administrativas. En la prolija historia de desbordamientos e inundaciones de Málaga hay que resaltar un anegamiento generalizado a comienzos de los 50, durantel el que salieron en barca por el Centro Histórico un grupo de conocidos cofrades, incluidos un par de hermanos mayores. Acompañados de un canónigo de la Catedral, a la par que iban rescatando enseres y personas rema que te rema, para entrar en calor le dieron al bebercio (todos menos el sacerdote), de ahí que, al llegar a la tienda de ultramarinos de uno de los remeros, se llevaran prestado un queso de bola, que escondieron, sin que este se diera cuenta, bajo la sotana del canónigo.

En mitad de las aguas bravías que bajaban por la calle Calderería, los de la embarcación afearon entre risas la supuesta tendencia cleptómana del religioso, quien al descubrir el queso de bola enrojeció como una tomatera. Los voluntarios de este inédito equipo de rescate no quisieron que la tormenta les aguara la fiesta.

Dormir sin miedo

La retirada de los carteles electorales permitirá a los niños malagueños de corta edad decir adiós a sus noches de insomnio.

4 respuestas a «Las cataratas del Iguazú y la expedición más señera»

  1. Son sin dudas las cataratas más increibles que existen..tuve la oportunidad de visitarlas una vez y, sin duda, quiero volver!

  2. Como siempre en tu línea. Hoy me quedo con lo de “…panda de brillantísimos inútiles”. Nunca falta el toque de fino humor literario en tus Crónicas Pateadas, Alfonso. Enhorabuena.

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