En Málaga hay momentos de nuestra vida en los que nos topamos con demostraciones de fuerza bruta o cuando menos, con auténticas exhibiciones de chusmerío existencial que ponen a todo el mundo en apuros salvo al mamífero que, inmune a la razón, realiza el numerito.
Puede ser que se te encare un motorista que transita a toda leche por una calle peatonal, o que un sujeto se te revuelva porque obsequia a todo el autobús con su molesto teléfono móvil de sones raperos. Puede ser que un aprendiz de chulángano empuje a una señora mayor o que interrumpas la trayectoria de su gargajo, que se queda de recuerdo en tu ropa. Ante estos momentos vitales impregnados de sandez, la respuesta del indignado infractor suele ser eso de «¡qué pasa!», santo y seña retador del chusmón aborígen.
Para demostrar que no se trata de un panorama coyuntural propio de una ciudad moderna y poblada, aquí va una documentada anécdota de hace casi 50 años. Ocurrió en noviembre de 1963 y fue motivo de una sentida carta de queja al alcalde de Málaga entonces, García Grana.
El señor Moore, autor de la carta –escrita en inglés pero acompañada de su correspondiente traducción– era profesor de la Escuela de Arte y Decoración del Paseo de Sancha y acababa de tomar el «camión» (sic) del Palo a las ocho de la tarde, que se encontraba a reventar, por lo que este pasajero tuvo que quedarse al fondo, junto al cobrador (una figura hoy desaparecida).
Viendo que se aproximaba su parada (Correos), rogó en español a una señora que tenía delante que se moviera un poco para dejarle pasar, pero esta hizo oídos sordos a la súplica y siguió hablando con una amiga. El usuario extranjero siguió pidiendo por favor a la mujer que se moviera y al ver que no conseguía nada, intentó abrirse paso, momento que aprovechó la energúmena para abofetear a nuestro guiri en la cara y golpearle de propina en la cabeza, como si fuera la cuñada de Bud Spencer.
«Me sentí desvanecer y pegué contra el filo del asiento del cobrador», confesó el agredido, que comprobó por suerte que la sujeta no le había roto las gafas.
Vista la escena, el cobrador intervino y hubo un cruce de violentas palabras con la mujer. En cuanto al caballero agredido, prefirió contenerse: «No dije una sola palabra, por la sola razón de que mi vocabulario español no contiene ninguna palabra lo suficientemente fuerte para hacérsela comprender a criatura tan baja y vulgar».
Lo que sin duda difiere de nuestros días es la reacción que tuvieron los usuarios del autobús. En la actualidad, es posible que el pasaje prefiriera callar o mirar para otro lado. En esa tarde de 1963 esto fue lo que pasó, según describe el señor Moore: «Los pasajeros cayeron sobre esta mujer en una formidable racha. Después de unos pocos minutos la mujer y otros dos pasajeros fueron echados del autobús». La víctima cuenta que a duras penas pudo dar su siguiente clase en la Casa de la Cultura, «pues mi visión era defectuosa y mi nariz fue golpeada».
La carta incluye el billete de autobús (1,50 pesetas). Quede aquí constancia de esta temprana queja contra la burricie de una minoría.