Hay una guerra intergeneracional o estamos asistiendo a una demolición de la democracia y los defensores del ‘statu quo’ se han vuelto muy tramposos porque se han quedado sin argumentos.
Por momentos parece que se está planteando un choque entre nuestras ‘tradiciones’, los principios que se le suponen a nuestra civilización, y todo lo nuevo que nos desborda al ritmo de una revolución por día. Una mañana nos despertamos con la inminente llegada del coche sin conductor y a la siguiente nos anuncian que los robots se adueñan de la inteligencia artificial y nuestros viejos ‘empleos’ ya no volverán.
Parece que se está desarrollando ante nuestra vista un conflicto intergeneracional que no tiene remedio. Es curioso que hasta la Ertzaintza investigando rebrotes violentos juveniles en el País Vasco, nos advierte que no se trata de nuevas versiones de la ‘kale borroka’ sino que las atribuye a «un fenómeno universal» que es «el descontento de los jóvenes por la limitación de las posibilidades que les ofrece el Sistema, por las incertidumbres de su futuro, por la corrupción. Su propia estética, la de la indumentaria, con sus caras tapadas, también es ya universal» (extraído de una crónica de El País desde San Sebastián, con datos de fuente policial).
Es decir que lo característico de este ‘instante’ (es muy arriesgado querer adivinar algo siquiera sobre el 2017, que estará aquí en unos pocos días) es la pura contradicción. Hasta la policía discierne que el Sistema ‘motiva’ más la protesta que la reivindicación nacionalista.
En España PP y PSOE restauran descaradamente el bipartidismo, queriendo fijar entre ellos los límites que pueda tener una reforma constitucional sin que todavía se haya dado ningún paso concreto para ponerla en marcha.
Y si miramos a las mutantes ‘democracias’ europeas, vemos que van adquiriendo un aspecto monstruoso con su persistencia en evitar que se ‘cuelen’ refugiados, no ya algún ‘millón’ al que la señora Merkel iba a abrirle la puerta, sino unos pocos a los que se había prometido que podrían ser acogidos en ‘cuotas’ por los distintos países.
Y, de más está decirlo, la inminente llegada al gobierno norteamericano de Trump parece un ataque directo, desde los más variados ángulos, al sistema democrático. Hasta el punto de respaldar a Israel en su afán de enterrar para siempre la fórmula de los dos Estados, que nunca sirvió para nada pero estaba ahí, como pequeño escalón para iniciar cualquier acercamiento entre judíos y palestinos.
Estamos embarcados en una especie de campeonato mundial de paradojas. Intelectuales habitualmente lúcidos, como Manuel Vicent, son arrastrados por la corriente hasta definiciones como esta: «No hay alternativa: eres joven para estar abierto a las nuevas ideas del mundo o eres viejo por pensar que ese mundo nuevo que llega no merece la pena vivirlo porque crees que ya lo has vivido».
Quizás la historia del Nobel para Bob Dylan resulte paradigmática. Hace muchos años Sartre rechazó el Nobel y, naturalmente, se quedó sin el premio y sin la ‘pasta’. Ahora, Dylan no compareció pero se embolsó el premio y el dinero.
A mí, personalmente, ese Nobel me pareció una buena señal sobre la Academia Sueca, que se mostró capaz de romper tabúes y de renunciar a los compartimientos estancos. Pero veo más que nada la actitud abierta de los académicos. Lo que no veo necesario es sembrar confusión alrededor de lo que es la literatura. Se puede pensar incluso que la literatura se ha convertido en un ‘divertimento’ o que está incorporada al mundo de la moda. Habría que valorar ahora cuánta literatura que no se presenta como tal hay por doquier, hasta en los grafiti. O cuántas letras de canciones merecen ser aceptadas dentro del ‘canon’ literario.
Tal vez en toda esa literatura ‘sumergida’ hubo y hay un puñado de merecedores del Nobel. Echarles una mano para que se suban al pedestal sería una noble tarea. Pero igual deberían cumplir la condición ineludible de que el premio se les entregue ‘en propia mano’.
Otra paradoja: que la polémica, el debate, el diálogo, estén encumbrados pero haya tantos que se apunten a esa corriente y después no jueguen limpio. No es leal ponerse frente a Hitler, designarlo representante de todos los nacionalismos y así, dando puñetazos al mal absoluto, se pretenda dejar fuera de combate a todos los nacionalistas; o machacar dialécticamente a Stalin y declararse vencedor de todos los comunistas del mundo.
Quizás los defensores del ‘statu quo’ se encuentran huérfanos de argumentos. Pero apelar a esas trampas los pone más en evidencia.