Ayer fue un día muy triste en mi familia. Murió uno de los nuestros, Sandman, nuestro gato. Mi amigo Sandman entró en mi vida en 2006. No había tenido animales desde que me independicé. Era por tanto mi primera responsabilidad absoluta sobre un ser vivo. Ese mismo año conocí a Laura, mi mujer. También es el año en que compré mi primer hogar, un apartamento muy pequeño en el centro. Fui a vivir allí a primeros de mayo de ese 2006. En agosto vino Sandman. Tenía 3 meses, un maine coon gris y blanco de mirada vivaz, yo no sabía ni cómo coger al gato. Nunca pensé en tener un felino en casa, toda mi vida había sido más de perros, pero por las dimensiones de mi apartamento era mucho mejor un gato, y sí tenía claro que la vida es mejor con animales. Luego vino Bagheera, otra gata y Minerva, nuestra perra de aguas ya a un hogar más amplio.
Puede parecer exagerado cuando alguien que no ha tenido animales lee o escucha a quien lamenta la muerte de uno. Pero si quieren entenderlo bien tienen que pensar en familia. Ni más ni menos. Un familiar muy cercano, un parentesco singular de primer grado. Cuando enferman o fallecen es un dolor especial porque un animal es ingenuo y está a merced de las voluntades de otros. Tú decides. Ayer tuvimos que decidir sacrificar a Sandman. Podía haber vivido un mes más quizá, pero con dolores, asfixias y otros padecimientos. No es sencillo tomar la decisión, piensas, bueno, unos días más.
Estuve a punto de retractarme un par de veces poco después de decidir junto con mi mujer y su veterinario evitarle una larga agonía. Quería darle más tiempo. Pero en realidad era tiempo para mí, no para él, porque sus días no eran días dignos ya. Como no hablan, no te dicen lo mal que se encuentran y en el caso de un gato, cuando manifiestan dolor, es que están realmente mal. Los felinos ocultan la debilidad por instinto hasta que la situación es límite. Los animales no saben de la vida y de la muerte, pero sí saben del sufrimiento y del bienestar. Saben de querer y ser queridos. Saben acompañarte siempre, saben cuando estás mal. Saben ser los amigos perfectos. Saben darlo todo a cambio de nada.
Sandman siempre tenía que estar en la misma habitación que yo, si me metía a altas horas de la noche a escribir o a leer en mi despacho, sigiloso y discreto venía y se tumbaba cerca, donde pudiera verme. Siempre venía a saludar a la puerta cuando llegábamos junto a Minerva. Tenía un ronroneo único que calmaba y hacía sentir bien. Mi hijo Hernán de dos años ha podido hacer con él lo que ha querido, abrazarlo y perseguirlo, acariciarlo suavemente y susurrarle guapo. Una palabra que solo le ha dedicado por ahora a Sandman y a Minerva. Lo primero que hacía al entrar por la puerta en estos días que intuía que algo no iba bien, era llamarlo y buscarlo. Curiosamente ayer por la noche no lo hizo. Esta mañana tampoco. Escuchó en silencio la conversación entre su madre y yo de vuelta del veterinario en el coche y ahora comprendo que entendió todo. Es un niño magnífico. Tengo mucha suerte.
Hoy lo que más duele es la costumbre. Hoy puedo abrir las ventanas con libertad, pero no quiero. Hoy puedo abrir las puertas de todas las habitaciones porque no se va a rascar en el sillón de lectura, pero no me apetece. Puedo andar rápido por mi casa sin mirar al suelo, pero miro. Puedo salir a la terraza con tranquilidad sin tener que preocuparme de que salte a casa de mi vecino, pero quiero preocuparme.
Hoy puedo dejar una chaqueta donde quiera porque no se va a llenar de pelos. Pero hoy me doy cuenta de que llevaría orgulloso su pelambrera en mi ropa, porque él y yo sabemos que es una medalla, el signo de una gran amistad que desgraciadamente ha terminado. Nunca te voy a olvidar amigo mío.