Hace un año, ocho meses y trece días que le conozco. La primera vez que nos vimos fue una mezcla de aturdimiento y de responsabilidad abrumadoras. No parecía que la especie llevase sus 150.000 años viviendo lo mismo que yo aquel 6 de julio de 2018. Todo el mundo siente la inmensidad de ese momento como si fuera el único en el cosmos que tiene un hijo. Las cosas verdaderamente importantes son universales. Unas suceden a todo el mundo y otras a una inmensa mayoría. La muerte, el amor, la enfermedad, la amistad, el dolor, el miedo la paternidad o la orfandad. No hay logro profesional, lectura, película u obra de arte que iguale el impacto de lo verdaderamente importante. Ahora dicen que hay que realizarse. Yo sé que mi realización está en ese grupo de cosas universales. Aunque nunca me he sentido a medio hacer, la verdad.
De que eres padre te vas dando cuenta poco a poco. Van pasando las horas y te da miedo que tenga calor, que tenga frío, te preocupas porque está amarillo, blanco o rojo. Las primeras semanas incluso lo mueves un poco para ver si está vivo cuando la quietud es excesiva. Le pondrías encima una cúpula del material del capó del Coche Fantástico. En su defecto estás tú. Cuando llegan de visita a conocer al bebé los típicos padres veteranos y cogen al niño con ligereza, lo tocan sin lavarse las manos o hacen ruido en exceso, también descubres que eres un potencial homicida. Con los meses te das cuenta de que tenían razón. Pero no solo hay que pensar en el crío cuando uno va al hospital cargado de su experiencia de padre múltiple en la jungla, también hay que pensar en los primerizos y su salud cardiovascular.
Cuando tienes un hijo descubres que hay un dolor y un sufrimiento que te duele y te hace sufrir más que el tuyo. Sabes que no eres gran cosa, pero sabes que ahora eres capaz de hacer grandes cosas. Se van desenredando las respuestas a muchas de las preguntas que te hacías antes de: ¿le querré? ¿me caerá bien? ¿será guapo? ¿feo? ¿podré seguir viendo cine? ¿podré salir a comer? ¿tendré tiempo de ir de copas con mis amigos? ¿seguiré haciendo deporte? Y la respuesta a esas preguntas nunca llega porque se te olvidan todas ellas. A veces incluso te da la sensación de que has perdido algo de tiempo por no haberlo hecho antes. Es una sensación engañosa porque entonces no sería él, sería otro. Y yo solo lo quiero a él.
Él tenía cuatro meses cuando pasamos dos días en la UCI. Hasta entonces yo no sabía que había sido feliz. Me juré que desde entonces esas jornadas serían la medida de todas las cosas. Un problema solo es grave si supera el miedo y el dolor que produce la visión de tu hijo con cables y chupones en el pecho y un bracito entablillado para poder tener una cogida vía.
Hace un año, ocho meses y trece días que debo tener cuidado cuando veo las noticias porque he perdido grosor en la epidermis. El mundo te parece más bonito pero también más cruel. Hace un año, ocho meses y trece días que comencé a entender la desesperación de Arthur Conan Doyle y por qué creía en hadas, en espíritus y en lo que hiciera falta para no asimilar que no iba a volver a ver a Alleyne Kingsley, el hijo que le robó una neumonía. Entendí el repentino miedo a morir que escribió Gistau, por eso deseo que no se enterase cuando se adelantó su hora.
Hace un año, ocho meses y trece días que me importo menos y que mi mujer es, además, la madre de mi hijo. No hay un grado mayor porque ahora sé que es la persona que más le importa a él.
Hoy no tendría dudas si me dieran a elegir entre realizarme profesionalmente cerca o lejos de mi hijo. Una de esas preguntas hipotéticas que me hacía antes. Si alguien te plantea esa elección y alejarte de los tuyos no es para destruir un meteorito que se acerca a la Tierra peligrosamente, ya no dudas.
Hoy soy más valiente con todo lo demás porque me doy menos importancia, sé que tengo la obligación de cuidarme, pero nunca pensé que el miedo a morir vendría por el bien de otro.
Hace un año, ocho meses y trece días que quiero más a mis padres. Que me hace más ilusión la Navidad. Que acumulo comics y películas que no son para mí, una especie de ajuar de felicidad para un niño que con su vida ha hecho mucho mejor la mía. Asumo además que tal vez no le interesen nunca. Hoy es mi segundo día del padre ejerciendo. Él se llama Hernán y tiene un año, ocho meses y trece días.