Marbella: villas, lujo y primera fe

Villas, lujo y primera fe

La ciudad de moda del turismo atesora tres enclaves que dan cuenta del esplendor de la zona durante el mundo clásico. Las termas, la basílica del Vega de Mar y la villa de río Verde: el agua, la espiritualidad y la casa

LUCAS MARTÍN
Se reclinaban en asientos de materiales curtidos, tan recios como confortables. Acaso con esa paz de espíritu que las sociedades imperfectas, todas, reservan para los privilegiados que viven en el campo. Eran de algo que ahora se llama Marbella, aunque entonces tenía un nombre culto, exprimido como pócima de conquistas, de versos, de alusiones topográficas.

Pensar en Roma desde la Costa del Sol, con sus locales de moda, sus daiquiris, su golf y sus chanclas, es un desempeño enfermo de contemporaneidad, forzosamente emponzoñado. A lo más que llega la imaginación es a fabular con el capricho de un agente de negocios, un millonario con tendencia al rococó y a lo neoclásico, que llena su finca, al lado de la piscina, con esculturas y columnas de mármol. Sin embargo, en Marbella, Roma desborda. Y con testimonios físicos. Nada menos que tres yacimientos, situados en un radio de apenas cinco kilómetros, singulares y con elementos no sólo de interés, sino en muchos casos raros, apenas vistos con anterioridad en España.

La existencia de la villa de Río Verde, de las termas de Las Bóvedas y de la basílica Vega del Mar en una zona como la costa de Málaga, tan simbólicamente disociada de las rutas de interés arqueológico, se debe una vez más a la riqueza natural y a la situación que envolvía al territorio. Por más que se empeñen las princesas arrogantes de turno envueltas en sus ropas, Marbella y la opulencia no fueron inventadas por el turismo; ya en el siglo I el entorno reunía atributos (la buena comunicación con las grandes arterias comerciales, el pescado, el clima) que lo hacían especialmente atractivo para establecerse.

En la lengua marítima que separa las actuales provincias de Málaga y Cádiz, se alzaban dos ciudades reseñadas por los historiadores: Salduba y Cilniana. Juan Carlos García, responsable arqueológico de la ciudad, explica que no está confirmado que los restos de Marbella pertenecieran a alguno de los dos enclaves. Las hipótesis son varias: podrían formar parte de otro asentamiento o incluso funcionar como construcciones particulares. Lo que sí está claro es que los tres yacimientos componen una muestra admirable de la Roma íntima, de la vida, hasta entonces casi inexistente, que empezaba a fraguarse tras los coloridos visillos de la escena pública y los entretenimientos de la polis. La casa, el baño ocioso y purificador, el rezo. Tres estancias que constatan la importancia creciente del espacio privado, de la conciencia individual que poco iba amueblándose entre las clases ciudadanas y pudientes.

La Pieza del Museo de Málaga

La placa de las águilas de la Vega
Este tipo de placas grabadas con motivos de rombos y cabezas de águilas debió formar parte de la decoración original de la basílica. Seguramente incorporada en elementos importantes de la construcción, tales como puertas o el zócalo del templo. Después de diferentes cambios en el edificio, comenzaron a usarse en las sepulturas de la necrópolis ubicada tanto en el edificio como en sus alrededores, incluso una vez cesado el culto en el mismo, con lo que empezaría el expolio de sus elementos más ricos.  En total se conocen siete de estas placas, de medidas similares, pero no idénticas, aunque todas ellas están fragmentadas e incompletas. Los motivos representados son propios de época romana tardía. La pieza, de mármol, posee 170 centímetros de altura y forma parte de los contenidos compilados en el museo arqueológico ubicado en La Aduana. 

La expresión máxima de toda esa manificencia se aprecia en villas como la de Marbella, dotada de un conjunto decorativo que, más allá del espolio, todavía ofrece signos que revelan su originalidad; el hecho de conjugar la identidad común con motivos únicos, presumiblemente ligados a la realidad de provincias, a la prosperidad de esta tierra. Situada en la desembocadura del río Verde, el yacimiento, descubierto en los sesenta, cuando lo de las suecas, por Carlos Posac Mon y Fernando Alcalá, es mucho más que una estructura cargada de información relevante. A simple vista, destaca su contenido artístico, su extensa colección de mosaicos, fechados en el siglo II, cien años después de que se levantara la edificación, reconstruida a partir de un incendio.

Cargada de mitos, de motivos locales y domésticos y de invocaciones mitológicas, la trama de obras que decoran la villa se extienden por varias habitaciones y pasillos hasta desembocar en el patio, que era la pieza cardinal de una casa que muchos imaginan más grande de lo que finalmente ha salido a la superficie. Juan Carlos García habla de una construcción que, como era habitual en la época, es más que probable que estuviera dotada por una pequeña explotación colindante. De hecho, han sido encontrados vestigios de una factoría en los alrededores. La pródiga industria de la salazón de pescado y de la salsería, tan significativa a la hora de explicar los asentamientos y la rica, y a ratos epicúrea, filosofía de vida de los romanos.

El historiador y especialista de Marbella coincide con los expertos Javier Noriega (Nerea Arqueología) y Eduardo García Alfonso, de la Junta de Andalucía, en subrayar el valor de la villa, que exhibe, todavía hoy, una ornamentación poco común y variada: medusas, utensilios, escenas domésticas, posibles sortilegios con delfines y anclas destinados a inclinar la fortuna y ayudar a que los barcos regresaran con el dinero de la venta de los productos fabricados en la zona. Y, como colofón, una tesela amplia y extraordinaria, invadida de elementos culinarios, algo verdaderamente infrecuente.

En el caso de los restos de Marbella, la importancia del conjunto, sin desmerecer protagonismos, no se subordina en torno a un emplazamiento central del que irradia el interés del resto. Si la villa sobresale por sus mosaicos, las termas de Las Bóvedas, junto a San Pedro de Alcántara, están consideradas como uno de los ejemplos de arquitectura hidráulica de la época más singulares del país. Levantada en el siglo II, la construcción, también de origen privado, es testigo persistente de la revolución introducida por el opus caementicium, el famoso hormigón romano, que permitió elevar, y con vocación de permanencia, cúpulas y bóvedas. A diferencia de otros baños, los de San Pedro, lejos de ser subterráneos, se realizaron el altura, con al menos siete salas de ocho metros articuladas en torno a una pieza octogonal, dedicadas, cada una, a la compleja diversidad de temperaturas y de chorros de agua que integraba la cultura de las termas.

Muy cerca de allí, se encuentra la basílica paleocristiana de Vega del Mar, del siglo IV, frontera entre mundos, referencia, como pocas, de lo que significó la decadencia de Roma y el nuevo paradigma de poder cincelado, entre barbarismos e influencia interdependiente y progresiva de crsitianos, visigodos y bizantinos. El yacimiento exhibe una pila de bautismo por inmersión, además de dos ábsides contrapuestos, un tipo de arquitectura más propio del norte de África que de la Roma europea. En su entorno destaca una necrópolis con casi doscientas tumbas. El hogar, la purificación, la muerte. El otro triángulo de oro potencial para el turismo y la historia de la costa.

 

 

De la hora cero del descubrimiento a las cuentas pendientes

Hace poco más de un siglo, el patrimonio romano de Marbella era poco más que una insinuación atiborrada de retazos bibliográficos, un conjunto más o menos amorfo de indicaciones y citas flotando alrededor de un promontorio de piedras campestres, las de las termas de Las Bóvedas, que casi nadie sabía lo que significaban. No fue hasta 1911, con el descubrimiento de la basílica de Vega del Mar cuando los historiadores empezaron a especular con la posibilidad de encontrar un material mucho más rico de lo esperado. Una posibilidad que llegaría a su punto culminante en 1960, con las catas arqueológicas de Carlos Posac Mon y Fernando Alcalá, que acabaron por arrojar a la superficie la espectacular villa de Río Verde. Fue durante el último día de campaña, y con una puesta en escena casi cinematográfica: la expedición, a punto de abandonar, recibió la alerta de un campesino, Manuel Sedeño, que aseguraba haber hallado piezas de cerámica en un terreno cercano. Desde entonces, y pese a los expolios, relucen los tres enclaves. Y, en la práctica, dice Juan Carlos García, resta menos por excavar que por otro tipo de trabajo no menos importante: el de seguir avanzando con las hipótesis y la investigación y difundir su excepcionalidad. Conocer es conservar, dice el apotegma del gremio. Quién sabe si Roma en Marbella será en el futuro tan famosa como sus playas.

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