MÁLAGA MILENARIA Los secretos arqueológicos de la Alcazaba y del Castillo de Gibralfaro
El complejo destaca por su mezcla de estilos y por la elocuencia de sus soluciones defensivas, llenas de rutas intrincadas y bloqueos naturales
LUCAS MARTÍN
Nadie ignora su perfil. Mucho menos ahora, cuando sus avenidas arracimadas, en contacto con el aire y la piedra, se entregan a diario al manoseo del turismo y de las cámaras. Ignorada durante siglos, metida en la funda del descuido e, incluso, del rechazo, La Alcazaba se ha convertido, con esto de los viajes, en una postal válida, tan definitoria de la imagen de Málaga actual como lo era en los tiempos de la austeridad de los grabados, en los que aparece apenas como una línea antojadiza, sin competencia alguna en el paisaje.
Durante más de diez siglos, la ciudad y La Alcazaba han ido madurando una relación íntima y compleja, con amplios e intolerables periodos en blanco, pero también con intersecciones que hablan de una opulencia que trasciende a la propia visión de sus ciudadanos. El primer testimonio lo aporta su imponente figura, que, aunque recortada respecto al pasado, se percibe como mascarón noble de la vida en alturas del centro de Málaga. Una presencia a la que suma el rastro dejado en la literatura, que va desde la generosidad de los árabes, con las alabanzas a sus arrayanes y sus surtidores de agua, a la prosa urgida de las guías y de los reportajes de la tele.
La Alcazaba y Gibralfaro conforman un conjunto que, todavía hoy, y pese al trasiego público, sigue convocando al misterio. Muchos de sus secretos están contenidos en el libro Málaga, ciudad de Al-Andalus, de Maribel Calero y Virgilio Martínez Enamorado. Este último empieza a desgranar las cuentas pendientes con el espacio con una máxima de juicio: la Alcazaba, dice, todavía no ha alcanzado la consideración que merece, que debería ser muy superior a tenor de sus cualidades arquitectónicas y la valía de los acontecimientos que marcaron su recorrido histórico.
Amparada en un ropaje sinuoso, con vistas directas al mar, que entonces estaba más cerca, La Alcazaba es una obra defensiva de primer nivel, con una cantidad de obstáculos y de soluciones de protección que avergonzarían comparativamente a otro tipo de fortificaciones famosas, incluidas las de los cruzados. Un sitio militar que con dinastías como las de los nazaríes conseguiría aunar eficacia y belleza, desarrollando en su interior una ciudad palaciega con todos los atributos con los que los árabes engalanaban la vida cívica, desde la religiosidad, presente en la mezquita, a la arquitectura hidráulica y el arte.
Virgilio Martínez se apoya precisamente en el hecho religioso para evidenciar la majestuosidad del conjunto, al que más tarde se incorporaría el castillo de Gibralfaro. La Málaga de los años dorados de La Alcazaba llegó a contar con tres mezquitas mayores: la del arrabal, la de la ciudad y la de la propia fortificación. Un hecho bastante inusual que refleja la compleja estructura social a la que daría pie la existencia de los palacetes del monte. Entenderlo en términos contemporáneos equivale a pensar en un emirato implantado en la parte alta de una capital; toda una sociedad de gobernantes, muchas veces en tensión con las élites de la población que habitaban en el resto de la zona urbana de intramuros, en la medina.
Al conjunto monumental no le faltaban desde luego apellidos. En La Alcazaba tuvieron su sede de gobierno los Hammudí, los últimos califas de Córdoba, además del rey bereber Badis Ben Habús, que fue quien levantó su primera estructura, en la mitad del siglo XI. Hablar con certeza de orígenes en torno a la ciudadela es inevitablemente confuso. Y no por la ausencia de documentación, sino por la cantidad de episodios, de gobernantes, de historias que se superponen. La propia construcción manifiesta en sus escalas y detalles un enorme tapiz de épocas e influencias. Incluso en la parte irremediablemente oculta, que es la que según la tradición sirve para dar nombre a Gibralfaro. Una palabra que en la lengua de los fenicios significa ´monte del faro´, en referencia a una luminaria que existió en tiempos remotos, probablemente los mismos en los que el pueblo mercader se asentó en el suelo que ahora ocupa la fortaleza de Al-Andalus.
La Pieza del Museo de Málaga
La producción más característica de la cerámica malagueña durante la época musulmana es la llamada «loza dorada», cuya comercialización se extendió por todo el Mediterráneo, llegando hasta Persia e Inglaterra y Alemania. El denominado Ataifor de la Nave, que data de la época nazarí, del siglo XIV, es la pieza más destacada de esta clase cerámica que alberga el Museo de Málaga. Recibe su nombre de la embarcación que decora su interior, una nao o coca típicamente cristiana, rodeada de motivos marinos y elementos vegetales.
La pieza muestra una bella policromía en tonos azul cobalto y dorado, obtenidos a partir de compuestos minerales como el sulfuro de cobre, hierro, plata, azufre y cinabrio, disueltos en vinagre. La cocción en el horno a 800 grados lograba la vitrificación y el efecto requerido en todos estos elementos.
Privilegiado por su posición estratégica, el espacio del monumento fue cortejado por distintas civilizaciones. Algunos rastros no escapan a la mirada de los especialistas, que corroboran lo que era una práctica habitual en los lugares cardinales o sagrados: la edificación sobre las ruinas de construcciones anteriores. Badis Ben Habús cumplió con la norma, pero también Yusuf I, que en plena expansión nazarí dotaría al conjunto de algunos de sus elementos más reconocibles. Entre ellos, la ampliación de Gibralfaro, que unida por la coracha a La Alcazaba, sirvió para suprimir temores y meter a la sociedad de palacio en un auténtico fortín, con muestras de ingenio como los nueve cambios de dirección previstos hasta el acceso a la zona noble, que hacían que cualquier emboscada quedara a la vista y fuera rápidamente neutralizada por las armas de los vigilantes.
Sumando pistas, recodos decorativos, anécdotas, La Alcazaba es una síntesis prodigiosa, con muestras que en su paralelismo epocal recuerdan por momentos a La Alhambra y a la Mezquita de Córdoba. Y con joyas en excelente estado de conservación como las viviendas instaladas en la ciudadela, que atestiguan el grado de sofisticación que se respiraba en la fortaleza palaciega de los gobernantes. A pesar de haber soportado siglos de abandono, algunos de ellos trastocados con temporales y terremotos, el conjunto monumental mantiene una apariencia formidable. Una visibilidad que no quita sin embargo que haya todavía historias por descubrir, tanto en lo que respecta al trabajo del campo como a la investigación teórica. «El eje cultural y arqueológico que conforma el conjunto posee un sobresaliente potencial», declara Miguel A. Sabastro, arqueólogo de Nerea. De La Alcazaba y Gibralfaro, pese a sus sangrientas batallas, queda bastante. Pero gran parte de su magnificencia se debe a que por momentos el complejo llegó a ser incluso mucho más, con monumentos desaparecidos como la mezquita mayor, de la que hablan los viajeros antiguos. «No he visto nada igual ni similar», escribió Abd al-Basit en 1465. Un monte con eco de faros y de reyes, de acuartelamiento, de rezos, decisiones y comilonas.
Del abandono a las investigaciones de los años treinta
Fueron más de cuatro siglos. Muchos de ellos sin más signos de esplendor que el recuerdo mudo de las piedras, con olvido parcial de las instituciones e, incluso, viviendas mal acondicionadas en su entorno. Se habla de una visita protocolaria de Felipe IV en 1625, pero, en general, al conjunto monumental de La Alcazaba no le sentaron nada bien las décadas que sucedieron a la conquista católica: no fue hasta los años treinta, con el empeño de investigadores como Leopoldo Torres Balbás y Juan Temboury, que participaron en una excavación histórica, cuando la fortificación volvió a sacar flote parte de su tumultuoso pasado, en el que se dan cita califas y gobernantes, además de una de las batallas decisivas, con resistencia acorazada incluida, de la toma de la ciudad. La Alcazaba y Gibralfaro fueron durante cientos de años el centro de una civilización que incluía desde un centro místico sufí –probablemente ubicado en el actual parador de turismo– al cementerio de la calle Victoria, en el que fueron inhumadas personalidades de la clase dirigente de diferentes etapas de Al-Andalus. El arqueólogo Miguel A. Sabastro, de Nerea, habla de la necesidad de mejorar la integración turística del monumento: «Urge hacer un plan integral de intervenciones que mejore la señalética y una las visitas en un único recorrido e integre a la arqueología como eje de un discurso pedagógico», resalta.