El Cerro del Villar, fenicios al borde del agua
El yacimiento, todavía con mucho por revelar, conservar una ciudad con necrópolis, avenida comercial, casas y utensilios comerciales y domésticos
LUCAS MARTÍN
Tenían nombres como Ermelgart, más propios de las novelas de fantasía barroca que de la sonoridad dulcificada de esta tierra. Permanecían en el terreno ocupado por la segunda pista del aeropuerto, donde ahora rugen los aviones en temporada alta, dedicados a actividades que no han perdido apego con el paso del tiempo: el propio Ermelgart, quién sabe, cerrando un negocio con una copa de vino, como si estuviera en el palco de La Rosaleda.
En el origen, antes de llegar al Cerro del Villar, no éramos tan distintos. Incluso, y con los fenicios como protagonistas, todo parecía civilizado. Especialmente, si se compara con la brutalidad con la que el hombre acostumbra a despachar muchos de los pasajes de la historia contemporánea. Las tribus esparcidas por la vegetación bajaban a comerciar con los recién llegados, los observaban con curiosidad, con los pies húmedos, sin que corriera la sangre, pese a la distancia casi planetaria en su manera de estar en el mundo y, sobre todo, en la capacidad de comunicarse.
Los arqueólogos Eduardo García Alfonso y Javier Noriega, que participaron en las excavaciones, hablan del entorno, el Cerro del Villar, descubierto en 1965 por el especialista Juan Manuel Muñoz Gambero, como una de las colonias fenicias mejor conservadas del Mediterráneo. Un juicio que en la última década, pese a largos periodos de inacción administrativa, se ha convertido en una verdad científica, unánimente reconocida, con la garantía de santificación, además, de las fechas. El asentamiento de Málaga, casi paralelo al de Cádiz, data del siglo XVIII antes de Cristo, y es uno de los más antiguos de esta parte de Europa. Con un establecimiento prolongado, que duró más de doscientos años, primero en los terrenos de La Rebanadilla, ahora ocupados por el aeropuerto, y después en el propio complejo, actualmente acotado.
García Alfonso, que trabaja en el departamento de Museos y Conjuntos Arqueológicos y Monumentales, explica que la llegada no fue accidental. Muy por encima en desarrollo técnico que la mayoría de los pueblos coetáneos, los fenicios sabían lo que hacían; conocían el Mediterráneo, la fama de riqueza de esta costa, su vecindad relativa con el Atlántico, con la abundancia de plata salvaje. Venían en busca de minerales, azuzados por los requirimientos de los asirios y de los egipcios, que habían encontrado en la falta de identificación colectiva una vía para ensayar el mismo modelo de sometimiento que tanto daría que hablar milenios después en la América de las colonias: respetar a las élites locales, su jerarquía y sus normas, a cambio del suministro constante de riquezas y productos elaborados.
La Pieza del Museo de Málaga
Este ánfora griega fue descubierta en las excavaciones de 1989. Se trata del único ejemplar de su tipología que ha aparecido completo en la Península Ibérica. Estos recipientes se conocen como de tipo SOS, por los motivos la decoraban en su cuello, no conservados en esta pieza. Estas ánforas se fabricaron en talleres de Atenas, isla de Eubea, costa de Asia Menor y sur de Italia. Su finalidad era el transporte de aceite de oliva y, en menor medida, vino. Su presencia en el Cerro del Villar revela la amplia red de contactos comerciales y marítimos que tenían los fenicios asentados en la bahía de Málaga. La pieza data de finales del siglo VIII y consta de unas dimensiones de 67 centímetros. Actualmente forma parte del patrimonio que se exhibirá en la división arqueológica del Museo de Málaga, en el Palacio de la Aduana, inaugurado el 12 de diciembre.
«Los fenicios eran una sociedad estatal, pero se organizaban en ciudades y no tenían una concepción del poder territorial ni expansionista», detalla García Alfonso. Los primeros expedicionarios no eran muy numerosos. En su atracción por Málaga, destacó la vegetación, pero también la disposición de la tierra y del agua; las cercanías del aeropuerto estaban serpenteadas por canales rematados con pequeños estuarios, una especie de fondeaderos naturales, ideales para el atraque. Allí, en La Rebanadilla, los fenicios miraban alrededor y se sentían protegidos, lo suficientemente emboscados para no temer la interferencia de las tribus y, a su vez, no demasiado apartados, lo que favorecía la negociación, la curiosidad y el intercambio.
Los colonos se ganaron a los nativos de la mejor manera posible: sin imposiciones ni arrogancia, con regalos y acuerdos comerciales. En ese paraje inicial y, más abundantemente, en las orillas fértiles del Cerro del Villar, adonde se trasladaron cien años después, debido quizá a la pérdida de superficie navegable. En esos tiempos, los fenicios ya habían empezado a ser claves para el desarrollo de la ciudad y a dejar su influencia: su gusto por la alfarería, su espigado sentido por el comercio, el aceite, el vino, la salsa garum, que a menudo embelesaban a los indígenas, interesados en ofrecer a cambio lo más valioso de lo que disponían: los productos agrícolas, los metales.
Con casi el noventa por ciento del yacimiento sin exhumar, cada golpe de pala implica un nuevo relato sobre un denominador común que ya nadie discute: el valor patriomonial e histórico de los restos y del enclave. Más que una acumulación puntual de vestigios, en la zona se ha encontrado toda una ciudad, un resumen civilizatorio: casas de piedra y adobe orientadas en torno a un patio, reliquias de cerámica y hasta una avenida comercial con tiendas primitivas y con artilugios precursores de las balances.
A todo esto se suman dos necrópolis, la del actual polígono de Villa Rosa y la de las Marismas de Guadalmar, está última excavada por Noriega y su empresa Nerea, justo cuando empezaron las obras del acceso sur al aeropuerto. Un cementerio que deja entrever como pocos el impacto de la cultura de los colonos en los primeros pobladores de Málaga. La riqueza del Guadalhorce hizo prosperar a los fecnicios, y la ciencia y el conocimiento de éstos sentó el progreso en la zona. En el Cerro del Villar y a partir del 570 antes de Cristo, en la bahía, donde fundaron Malaka, obligados a buscar refugio tras una sucesión de inundaciones. Ni siquiera el nombre de Ermelgart era caprichoso: significa «siervo de Melgart», el Dios todopoderoso de Tiro. La ciudad empezó ahí, cerca de las naves industriales. Otros con mucho menos se habrían montado ya un museo de visita obligada.
Del hallazgo a la visibilidad pendiente
Queda mucho por hacer. Tanto que, ni siquiera investigadores y especialistas, son capaces de delimitar el contenido de la que es considerada como una de las colonias fenicias más ricas y mejor conservadas del Mediterráneo. De lo único que existe certidumbre es de su valor, inferido, incluso, cuando todo estaba soterrado. Cuenta el arqueólogo Juan Manuel Muñoz Gambero, artífice del hallazgo, que en el mismo momento en el que recibió una pieza, con incrustaciones negras y rojas, de mano de uno de los estudiantes de su grupo, supo que en el paraje se encontraba un yacimiento de riqueza incalculable. El instinto no le falló y las expediciones posteriores llevadas a cabo por él y por profesionales como la doctora María Eugenia Aubet, de la Pompeu Fabra, Eduardo Delgado y los propios García Alfonso y Javier Noriega, entre otros, confirmaron e, incluso, agigantaron las expectativas iniciales. En 1998 la Junta de Andalucía amplió la protección del conjunto al declararlo Bien de Interés Cultural. La apertura del Museo de Bellas Artes y Arqueológico de Málaga, que tendrá lugar el próximo 12 de diciembre, lleva implícita un regreso de la mirada a puntos como el Cerro del Villar y su entorno, todo un centro potencial de exhibición y de descubrimiento de la historia.