La obligación de creer

30 Ene

Hay un cierto consenso sobre los defectos graves de nuestras ‘democracias’ aunque después haya una amplísima gama de matices: desde quienes ven al sistema democrático pachucho, alicaído, sin vigor, hasta los que lo consideramos directamente muerto… manteniendo una ficción con instituciones que han dejado hace rato de cumplir la misión que teóricamente les corresponde. Hasta hace poco subsistía la idea de que Occidente mantenía en un pedestal algunos derechos humanos muy básicos, como normas esenciales de la democracia, como la libertad de expresión, el respeto por la integridad física de las personas y las garantías judiciales mínimas para que la ley pueda considerarse igual para todos. Para seguir creyendo en esas cosas absolutamente elementales a veces adoptábamos una mirada permisiva; por ejemplo, ante la obvia diferencia de posibilidades en los estrados judiciales entre las personas adineradas y las personas carentes de bienes.

Pero entre los últimos estertores del pasado siglo y la década larga que llevamos del nuevo, en ese estrecho periodo, no solo la democracia como sistema se ha esfumado sino que hemos visto caer sus grandes pilares. ¿Cómo es que no nos espantamos, viendo los escombros de lo que durante algunas décadas nos pareció una ejemplar construcción? En parte porque, obviamente, los símiles son solo figuras retóricas: no podemos tocar, pesar, medir, los trozos del sistema político derrumbado y los restos ideológicos –liberales, socialdemócratas, del llamado ‘comunismo democrático’, etc.– desparramados por doquier. Y en parte porque hay un gran pacto tácito entre los beneficiarios del sistema –las oligarquías financieras, las multinacionales, los gerentes del capitalismo, los partidos políticos, los sindicatos subvencionados–  para seguir actuando como si nada hubiera pasado. La cuestión de las garantías judiciales, de la igualdad ante la ley o la eliminación de la tortura, fue arrasada desde la prisión de Guantánamo o las cárceles secretas y clandestinas de la CIA, pero después –tras la traición de Estados Unidos a su autoasignado papel de paradigma democrático—aquellos pilares fueron destrozados país por país también en Europa, por ejemplo con la creación de campos de concentración para inmigrantes que llegó a extremos terribles en lugares como Italia y España.

En cuanto a la libertad de expresión –pilar troncal del sistema— la están haciendo añicos con una nueva ‘obligación’: los ciudadanos debemos creer en las versiones o interpretaciones de la historia que el Sistema nos dé. Al delito del ‘negacionismo’ del holocausto judío, creado en varios Estados, se sumó recientemente la propuesta en Francia de considerar delito también la negación del holocausto cometido por Turquía contra los armenios. Aunque se tratara de una verdad científica irrefutable… ¿puede pensarse en una monstruosidad mayor contra la libertad de pensamiento que obligar a los ciudadanos a creer en una ley física o en determinado relato histórico?  Alguna vez hemos escrito sobre esto, recordando que la persecución a Galileo por sostener que era la tierra la que giraba alrededor del sol no fue una bestialidad porque aquel científico tuviera razón, sino, simplemente, porque atacar y castigar una idea es siempre una aberración (¿Cree usted en Arquímedes?, ironizábamos al respecto hace más de 6 años). Siempre adjudicamos el fanatismo y la imposición de creencias a las religiones…¡Pero ahora es el saber, real o presuntamente científico, el que quiere imponer por ley el pensamiento uniforme! Y ya como broche de oro de esta ‘cruzada’ del poder contra la democracia surgen los intentos de controlar Internet, que van cercando a las empresas que trabajan en la red, les ponen limitaciones para que censuren o se autocensuren y rompen así con  principios nacidos de los mismos derechos humanos: “no permitiremos tabúes en la discusión y la difusión del conocimiento”. Justamente la ley SOPA, proyectada en Estados Unidos, tendría unas consecuencias brutales para la libre difusión del conocimiento a través de la red. Cuando gente como el historiador británico Timothy Garton Ash acuden al rescate de los principios democráticos… nos hacen temer que esa guerra esté ya perdida porque, en su afán por mejorar algo que está ya absolutamente corrompido, parecen esos resignados apaga fuegos de las películas de cow-boys, que van a echar un precario cubo de agua al gigantesco incendio.

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