Enfermedad para todos…

23 Ene

Krishnamurti escribió algo así como que no se podía aspirar a estar sano si uno pretendía adaptarse a una sociedad enferma. Una disyuntiva parecida dio lugar, hace más de medio siglo, a una desconfianza tal acerca del psicoanálisis que se fundó la ‘contrapsiquiatría’. El nuevo invento tampoco prosperó: ¿para qué almacenar saber científico para decirle a la gente que su enfermedad era parecida a la del mundo, que pretender ‘curarse’ para convivir con una sociedad enferma… es un contrasentido? Tal vez ese mismo conflicto, que se ha ido agravando paralelamente al agravamiento de la ‘enfermedad de la humanidad’, sea el que ha desembocado en terapias breves y sencillas, que solo atinan a ‘enderezar’ a cada cual para resistir los golpes que la vida le da: muertes cercanas, separaciones, pérdida de empleos… Pero el caso es que las estadísticas sobre salud mental de la humanidad no se quedan quietas. No creo que retoquen las cifras pero sí puede haber una sofisticada manipulación de la propia definición de cada enfermedad: ¿dónde está el límite para considerar que una depresión ha adquirido la categoría de enfermedad, en vez de ser un estado de ánimo más o menos pasajero? ¿Dónde trazar la raya entre una angustia que puede verse hasta ‘normal’ ante ciertas contingencias y otra que se ha instalado con tal fuerza que domina nuestra psique’?

Paradójicamente, las cuestiones antes consideradas más graves –paranoia, esquizofrenia…- han alcanzado cierta estabilidad en sus definiciones científicas, aunque sigan dependiendo de la descripción de síntomas. Se sabe poco sobre los mecanismos que introducen en la mente y que a veces la ‘sabotean’ y le hacen perder contacto con la realidad, aunque en muchas ocasiones es cierto que se trata de una realidad tan ingrata que es ‘normal’ no querer aterrizar en ella. Se sabe más de los síntomas y se hallan incluso fármacos que ayudan a ‘controlar’ la enfermedad (que no a curarla) pero no se avanza demasiado en saber qué es lo que tuercen o lo que dañan.

En otros campos, que parecían delimitar males ‘menos graves’, se están produciendo dos fenómenos casi inabarcables: se convierten en enfermedades persistentes, enquistadas y, por eso mismo, más graves; y su presunta ‘levedad’ no las hace más susceptibles de ser erradicadas. Durante algún tiempo se depositaron grandes esperanzas en los descubrimientos genéticos. Y todavía los investigadores están hurgando en los genes a ver si encuentran pistas o descubren un hilo directo que les lleve al centro de la trama. Pero son muchas las enfermedades mentales que se resisten a ser identificadas genéticamente.

Si se vuelve la mirada al mundo, se topa uno con un tópico: alrededor del 40% de los seres humanos va a padecer, a lo largo de su vida, de alguna enfermedad mental. El problema está en saber cuántas de esas enfermedades pueden ser fórmulas ‘personales’ para escapar de una realidad de la que otros muchos tratan de huir colectivamente. En otras palabras: cuantos seres humanos no pueden soportar determinados golpes o determinadas situaciones y buscan ‘soluciones’ particulares, liberando angustias, ‘achicando’ su vida  -deprimiéndola- o persiguiendo a cada minuto de su existencia, con creciente ansiedad, como si fuera el que le va a traer el esperado alivio.

¿Hay una diferencia substancial entre esas formas personales de escapar de la realidad y los mecanismos de huida colectivos, como las alienaciones en el seguimiento febril de un equipo de fútbol o en devorar sin medida todo lo que emita la televisión, o caer presa del consumo cada vez que se pone un pie fuera del hogar (o buscando en la red nuevas oportunidades de ‘compras’). Parece obvio que también son manifestaciones de enfermedad la adicción a las drogas, incluso las más aceptadas socialmente (tradicionalmente, el alcohol; modernamente, el cannabis), o las caídas constantes bajo el dominio del juego (bingos, cupones, maquinas…) o del sexo compulsivo.

Por momentos se puede caer en la sensación –a lo peor, más cercana a la realidad que una aproximación racional- de que la enfermedad mental no es más que una convención: está enfermo quien admite estarlo y está ‘sano’ el que no quiere asumir que sus formas de escape le están controlando a él, en vez de ayudarle a controlar la realidad.

La pregunta más cruel sería: ¿podremos cambiar a una humanidad enferma si estamos dejando que la enfermedad nos domine a todos?

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