Arthur Miller escribió “el paso del tiempo condena al olvido la memoria de un país” y, por ello, recuerdo cuando escribo esta columna el aniversario de los cuarenta años de la desaparición del dictador, aquel 20 de noviembre de 1975, el día en que murió Franco. Los periódicos de estos días hacen memoria y personas destacadas de hoy recuerdan ese ayer y cómo vivieron ese momento: Desde los que eran niños o adolescentes entonces, que sin conciencia de lo que significaba, vivieron el día como una fiesta inesperada en el colegio, pasando por los que eran jóvenes universitarios o ya profesionales ese día y que con conciencia política lo pasaron entre la celebración y la incertidumbre. Sí, el relato de unas vidas en las que se recuerda, por un lado, la alegría por el fin de una época, pero también el vacío ante aquel presente de entonces y, sobre todo, el futuro incierto. Sin embargo, la memoria inocente e inconsciente junto con la memoria jubilosa y preocupada tiene una edad. Los más jóvenes que pueden contarlo nacieron en la década de los sesenta. Esto significa que muchos españoles no vivieron ni el franquismo, ni tampoco la muerte de Franco. Para las generaciones nacidas en la democracia Franco no deja de ser más que un capítulo en un libro de texto, un contexto o protagonista de una serie de televisión o una película o documental o una cantidad importante de voces en google, claro está.
Deberíamos recordar, precisamente, para no olvidar algo que se puede decir sencillamente: El Régimen de Franco se edificó gracias a una trágica Guerra Civil y supuso una dictadura que anuló las libertades y la posibilidad de una democracia durante los casi cuarenta años de vida del dictador. Si la II República fue un experimento democrático fracasado, que acabó con la división del país a través de una terrible y sangrienta guerra civil, el franquismo fue un paréntesis en nuestro camino hacia la democracia, hacia Europa y hacia la modernidad. Por decirlo de otro modo, el franquismo constituyó un verdadero régimen de procrastinación del auténtico proyecto de país que había que emprender y frente a esto, se erigió un modelo reaccionario y caduco, represivo y aislado del exterior y culturalmente amordazado por la censura. Ni siquiera los éxitos de la industrialización y el crecimiento económico de los sesenta y la conversión de nuestro país en una sociedad de consumo junto con un peculiar Estado de Bienestar pueden ocultar las anomalías de un modelo que dejó para la democracia la transformación estructural que era necesaria para España.
No es necesario detenerse demasiado en las cualidades ni el estilo político del dictador para abundar en la crítica. Como afirma Paul Preston, “Si se juzga en términos de habilidad para permanecer en el poder, los logros de Franco son muy notables. Sin embargo, en términos de coste humano (ejecuciones, encarcelamientos, torturas, ruptura de vidas por exilio o migración forzosa), los “triunfos” de Franco arrojan un precio exorbitante para España”. El franquismo, desapareció, afortunadamente, con la figura de Franco hace cuarenta años y dio paso a la democracia en España. Se cumplen cuarenta años de ese ciclo político y hemos superado un golpe de Estado, el terrorismo de ETA y crisis económica. Nos incorporamos a Europa y el país se modernizó en todos los aspectos. Los problemas de hoy son el paro, la desigualdad, el independentismo y la corrupción. Hace falta emprender, cuarenta años después, un nuevo ciclo político con reformas sobre el sistema democrático que se posibilitó ese 20 de noviembre. Recordar hace cuarenta años para no olvidar, como entonces, lo que hicimos entonces y lo tenemos que renovar hoy, la democracia que empezaba entonces, porque hoy nos encontramos en un momento que como bien escribió Claudio Rodríguez, “Lo que antes era exacto ahora no encuentra su sitio/ No lo encuentra y es de día, y va volado como desde lejos/ el manantial, que suena a luz perdida”.
*Ángel Valencia es catedrático de Ciencia Política de la Universidad de Málaga