Tengo la sensación de que la derecha en nuestro país no ha acabado de sonreir nunca del todo, ya fuera por el lastre del pasado, por el estilo de sus líderes o de sus gobiernos. De algún modo, surgía una derecha antipática que lo era, porque quizá no podía ser de otra manera: Su credibilidad delante de sus electores se basaba, tanto en el liberalismo de sus políticas económicas y sociales como en esa seriedad, a veces rayana en la antipatía, en el estilo y el discurso de sus gobernantes para imponerla.
Durante la transición, la derecha era antipática, la derechona como la denominó Francisco Umbral, por esa liaison dangereuse con la dictadura de algunos de sus líderes y, precisamente por eso, por estar formada todavía por una clase social en que se percibía todavía la imagen de una derecha antigua y señoritil de una España que, precisamente, se quería superar. Ese fue el drama de Manuel Fraga, que atrapado por su pasado, consiguió unir y modernizar a la derecha española no llegó a ser él mismo el líder que la llevó al gobierno. Los límites estaban en sí mismo y en su relación con el pasado. Una personalidad excesiva en casi todo pero que no era la idónea para gobernar nueva España democrática desde un gobierno de una derecha moderna.
Curiosamente, José María Aznar que es el que culmina el proceso de normalización de la derecha en nuestro país y consigue sus mayores éxitos no sale de este patrón. En él, la derecha antipática constituye un estilo propio, una seriedad tan severa, que en su última legislatura se fue tornando cada vez más solitaria y con menos apoyos. Finalmente, Mariano Rajoy ha elevado un estilo con variantes personales a un modelo propio: La crisis como tema, una política de comunicación casi inexistente y el discurso de la recuperación económica como único argumento, le han convertido en un exponente de esa derecha antipática. Mientras, los escándalos de corrupción se ciernen sobre el PP, la recuperación de la crisis no parece tan sólida en términos de empleo y el desencuentro con Cataluña parece agravarse según pasa el tiempo después de las elecciones catalanas. A estas alturas la credibilidad de la seriedad, por muchos técnicos y números uno en que se base, parece agotarse en la sociedad española. Rajoy parece un líder sin proyecto y que poco nuevo puede ofrecer hasta el 20 de diciembre, fecha en que ha situado las elecciones generales.
Algo han visto los estrategas del PP cuando de repente perciben que el discurso de la recuperación no conecta con la ciudadanía y que ese estilo, tecnocrático con ciertos ribetes autoritarios no funciona y buscan un perfil de derecha simpática para recuperar votos. Creo que sorprendió a todos el desparpajo y la simpatía de Soraya Saenz de Santamaría bailando con Pablo Motos en El Hormiguero. Sin embargo, me un poco menos creíble ese relato de bodas y políticos bailones de madrugada, entre los cuales estaba, como no, Mariano Rajoy. Puede que esto consiga la simpatía de sus votantes y quizás la de algunos que no lo son pero no creo que los conviertan en esa derecha simpática que ahora no son y pretenden ser.
De hecho, y aunque ellos quizás no les guste la definición, los que sí están en el espacio de esa derecha simpática es precisamente Ciudadanos. Un partido que se ha convertido en un partido clave para la gobernabilidad en los ayuntamientos y autonomías y ahora constituye una fuerza política de gran importancia después de las elecciones catalanas. Aunque todavía debe de verse sus resultados en las generales, es evidente, que tanto por sus propuestas como el estilo de liderazgo de Albert Rivera.
Hay, pues, un enfrentamiento entre dos derechas de estilos distintos, en el caso del PP, su capital y su activo es también su límite, la experiencia en el poder y sus errores, en Ciudadanos, la novedad de personas, propuestas y estilo. El PP tiene que pensar su presente y su futuro mirando hacia su pasado, Ciudadanos puede mirar al futuro, concentrándose únicamente en el presente.