Si hay algo seguro es los ciudadanos preferimos vivir en una democracia más que en cualquier otro régimen político pero estaríamos poco dispuestos a morir por ella. Nuestra relación con la democracia, como en la vida sentimental, se parece más al de un afecto muy variable atravesado por nuestra convivencia, el tiempo, el lugar y las circunstancias y en el que va desapareciendo nuestra pasión democrática. Frente a esto, queda una cultura cívica marcada por este querer a la democracia sin comprometernos con ella y, por tanto, sin participar activamente, sin ser unos ciudadanos activos.
Desde la caída del Muro de Berlín se observa una mayor apatía y desafección en los sistemas democráticos. El filósofo político Ramin Jahanbegloo ha planteado el problema muy acertadamente cuando afirma: «¿Pero cómo podemos reavivar ahora, en unos ciudadanos malcriados por el bienestar o resentidos por la exclusión del mismo, la pasión por la democracia? Desde 1989 y la caída del muro de Berlín la democracia liberal se ha impuesto a los demás sistemas de gobierno convencionales, pero, en todo el mundo, su ascendiente político no siempre ha ido acompañado de la pasión democrática. El individuo demócrata ya no es un animal caracterizado por la pasión política. Parece que en los sistemas democráticos actuales no hay lugar para el debate político».
Paradójicamente, lo que constituye una tendencia general de las democracias en Europa, que gracias a la crisis está disminuyendo las políticas sociales y el Estado de Bienestar y creando una sociedad con una mayor desigualdad y exclusión social, parece reabrir un anhelo de cambio político en nuestro país y quizás una ciudadanía dispuesta a exigir ese cambio democrático.
Está claro que hay un país en el que la ciudadanía no se reconoce ni se identifica ya: el del fallecimiento de la Duquesa de Alba o el del ingreso en prisión de Isabel Pantoja. Puede despertar interés periodístico, comentarios, artículos y portadas pero hay un país real al que empiezan interesarle más hacia dónde vamos. Y en ese camino, ese país real no parece entusiasmarse con el relato de Mariano Rajoy en el aniversario de tres años de gobierno.
Mientras el escenario presenta un claro agotamiento de nuestro sistema político democrático: crisis del modelo territorial –con una Cataluña en el laberinto–, una crisis económica sin resolver, un modelo social desigualitario, una ruptura del bipartidismo junto con una preocupante extensión de la corrupción. La apatía se convirtió en indignación y ahora, se percibe un anhelo de cambio político. Lo nuevo: el tripartidismo, Podemos, Ganemos y los nuevos líderes políticos –el último, Alberto Garzón presentando su candidatura a las primarias de IU–, unos partidos políticos preparando sus programas electorales y sus alianzas en un escenario más competitivo y complejo que nunca. Un país que necesita recuperar la iniciativa política con un proyecto de cambio claro que aúne la regeneración, las reformas y el necesario cambio político. ¿Todo lo que está pasando será suficiente para implicar un retorno de los ciudadanos a la política, un retorno a la pasión política ante el contexto de crisis que estamos presenciando? Otros días hablo de encuestas y datos demoscópicos en mi columna. Hoy, sin embargo, nada mejor que la lección de un clásico, Nicolás Maquiavelo.
Maquiavelo sostenía que un pueblo corrupto no es capaz de vivir en libertad. «En una ciudad corrupta no hay leyes ni ordenes que basten para frenar una universal corrupción. Pues así como las buenas costumbres, para conservarse, tienen necesidad de las leyes y buenas costumbres». Para tratar de vencer la corrupción, es necesario que los ciudadanos, movidos por el amor a la patria y el bien común exijan a los gobernantes que reformen los malos sistemas políticos y las malas leyes. La solución estaría, por un lado, en esos ciudadanos activos que busquen esos líderes capaces de encontrar ese proyecto de país con nuevas energías morales e infundir un mayor compromiso civil y, simultáneamente, esos mismos ciudadanos se comprometan no sólo en contra de la corrupción en su entorno político local. Como ha señalado acertadamente Maurizio Viroli en su interpretación sobre esta dimensión de la obra del pensador italiano, «otro aspecto importante era la conexión entre libertad política, virtud cívica y religión. Para Maquiavelo era imposible que un pueblo alcanzara la libertad si sus ciudadanos no practicaban la virtud cívica: es decir, oponerse a la corrupción, servir al bien común, resistir los intentos de ciudadanos poderosos por establecer la tiranía y cumplir sus deberes cívicos, empezando por el pago de impuestos y siguiendo por el servicio militar».
Maquiavelo aprobaría el imprescindible retorno de los ciudadanos hoy y eso implicaría, como hemos visto, bastante más que indignarnos o votar en las elecciones: los ciudadanos libres son los que practican la virtud cívica, es decir, los «buenos ciudadanos». Más compromiso, participación, sí, el retorno de la ciudadanos es una vuelta al principio: el retorno de la pasión por la democracia, de la pasión por la política.