Invierno en el Paraíso, la novela de Lola Clavero, ha conseguido bajar a tierra a los idealizados pintores malagueños del XIX para mostrarnos sus luces, sombras, duelos, quebrantos y pasiones.
Si se dan una vuelta por el Paseo de los Curas y se detienen a la altura del Ayuntamiento, que se entrevé entre el follaje tropical, descubrirán un pedestal blanco y en lo alto, el busto de un hombre, disculpen la franqueza, bastante feo.
Con su nariz respingona y unos ojos que difícilmente se le pondrían en vida como platos, disimula sus rasgos poco agraciados con una melena de artista y una barba lustrosa, lo que sin duda equilibra el conjunto.
Estamos ante el busto del valenciano Bernardo Ferrándiz, realizado en 1913 por Agapito Vallmitjana, que apostó por el verismo, más que por la idealización a la hora de realizar su magnífica obra.
Fue la primera escultura pública instalada en el Parque y puede decirse que con su inauguración, casi 30 años después de la muerte del maestro, Ferrándiz alcanzó la inmortalidad en Málaga, su ciudad de adopción, pese a que muchos trataron, cuando estaba vivito y coleando, de mandarlo con viento fresco a otras latitudes.
De esas luchas por el poder, un juego de tronos con paletas y caballetes, trata parte de Invierno en el Paraíso (ediciones del Genal), la última novela de la columnista de La Opinión Lola Clavero. Porque, como decía este firmante en la presentación de la obra, esta misma semana en la Feria del Libro, el mérito de Lola es haber acercado al lector no especialista la mitificada escuela malagueña de pintores del XIX.
Mitificada o más bien, simbólicamente beatificada, gracias a que los cuadros de Ferrándiz, Denis, Muñoz Degrain o Martínez de la Vega han adornado salones, salas de reunión de empresas, bufetes y salas de espera de ilustres médicos durante buena parte de los siglos XIX, XX y también el XXI. Como pregonaba a mediados del siglo pasado el pícaro vendedor de arte Rafael Fernández El arrojaíto, «Gloria y orgullo de los pintores malagueños».
La novela de Lola Clavero ha conseguido que bajen del olimpo los pintores de la escuela malagueña para mostrarnos sus luces y sombras, duelos, juergas y algún quebranto, con lo que los ha humanizado y devuelto a la vida.
Para la clasista sociedad biempensante del último tercio del XIX fue difícil de digerir que un impetuoso valenciano, una suerte de Blasco Ibáñez con pinceles como Ferrándiz, tratara de volver del revés la enseñanza artística en Málaga al permitir que alumnos sin un real en el bolsillo pudieran estudiar Bellas Artes, cuando sólo podían entrar los hijos de familias pudientes.
Eso y muchas cosas más hicieron Bernardo Ferrándiz y el desdichado de Joaquín Martínez de la Vega. Los dos tuvieron una vida digna de una novela. Gracias a Lola, aquí los tenemos en carne y hueso.
A partir de esta novela tan bien trazada y documentada, miraremos con otros ojos a los pintores malagueños del siglo XIX. Nos esperan, por partida doble, en el Museo de Málaga y en las librerías.