La profesora Capilla López de Villalta reúne diez años de trabajos en el Ateneo en La inercia de lo inevitable y pone al espectador frente su propia tradición cultural.
El clavecinista François Couperin tenía por sana costumbre poner a algunas de sus piezas nombres enigmáticos. La más enigmática (y hermosa) de todas, Las barricadas misteriosas.
Muchos expertos y aficionados a la música se han devanado los sesos estos últimos tres siglos tratando de averiguar qué demonios eran esas barricadas. Las interpretaciones han sido de lo más diversas y peregrinas, así que, que nadie se sorprenda si cualquier día Dan Brown publica una novela que vincule la pieza musical con los illuminati o los rosacruces, en el colmo de la originalidad.
Una de las explicaciones más plausibles y bonitas, que se trataba del nombre en clave que recibían las pestañas de las mujeres de la corte.
Y esto nos lleva a la pregunta del millón: ¿Qué interpretación damos a una obra de arte y hasta qué punto estamos condicionados a interpretarla como nos dicta nuestra tradición? La profesora de Dorado y Policromía de la Escuela de Arte de San Telmo, Capilla López de Villalta, ha querido que este sea el asunto central de la exposición que hasta el 30 de noviembre ofrece en el Ateneo, titulada, de forma tan misteriosa como Couperin, La inercia de lo inevitable.
Se trata del resumen de diez años de trabajos de esta alumna de Suso de Marcos y maestra de artistas como Israel Cornejo, Juan Vega o José María Ruiz Montes.
En La inercia de lo inevitable el espectador pone a prueba la fortaleza de las famosas circunstancias de las que hablaba Ortega y Gasset, por eso, es muy probable que aprecie rostros de vírgenes dolorosas asomando por las páginas de libros con los que la artista ha investigado -y se nota que con placer- los materiales.
Sin embargo se trata del mismo rostro de una mujer corriente con distinta policromía para la que ha empleado pasta de madera, pasta de papel y corcho. No ha creado, por tanto, ninguna Dolorosa, como tampoco estamos ante ningún Niño Jesús, sino más bien, ante un modelo clásico, más bien griego o romano, en un par de obras más.
Por la misma razón la imagen con una devanadera (el armazón que llevan algunas tallas) no representa tampoco a la Madre de Dios a la espera de ser vestida por una hermandad o cofradía, sino que se aproxima a una bailarina de Degas, explica. Nuestra tradición cultural nos hace ver lo que no es y habría que tratar de romper con esa inercia.
Por lo demás, no hay unidad sino mucha variedad, fruto de diez años de trabajo, en estas obras, la mayoría de pequeño formato por cuestión de espacio en la casa de la artista. Cubos dorados, abstracciones, mapamundis forjados por la fuerza de las aguas y muchos libros, algunos de ellos con misteriosos textos que provocan la curiosidad del visitante. Una festín de materiales y formas artísticas que nos hace pensar en nuestras circunstancias y en esa inercia que, inevitablemente, nos arrastra. O quizás no.