Si aguantaran un tiempo razonable sin ser borradas de la faz de la Tierra, muchas pintadas vandálicas de Málaga adquirirían la categoría de piezas arqueológicas.
Cuenta el dramaturgo José López Rubio que, en una ocasión, durante una fiesta en casa de Charles Chaplin en Hollywood, el dibujante español Antonio de Lara, Tono se enfrascó en una apasionante charla con Albert Einstein, que acababa de tocar el violín para los invitados. Los amigos españoles del humorista se quedaron de una pieza. «¡De qué habéis hablado tanto tiempo si no hablas inglés ni alemán?», le preguntaron, y Tono contestó algo así como: «Bueno, le he estado diciendo a Einstein que todo es relativo».
Al hilo de las sabias palabras de Tono, incluso los actos vandálicos hay que cogerlos con pinzas si aplicamos sobre ellos la pátina del tiempo.
Estas reflexiones tan peregrinas vienen a cuento tras la visita la semana pasada a la Cueva del Tesoro, por motivos profesionales, en concreto a una de las galerías no abiertas al público, en compañía de Manuel Laza, uno de los propietarios de la cueva.
En un rincón de esta galería, estrecha y sin iluminación, la linterna de Manuel iluminó un nombre y una fecha: Jane 1962. Según parece, algún Alfredo Landa de la época se dedicaba a conducir a extranjeras hasta este recóndito pasaje. Fruto de estas expediciones, que más que de la espeleología forman parte de la Historia del Turismo, es esta pintada de grandes caracteres.
A dos pedradas de Jane, que hoy, probablemente, sea una provecta abuela en Inglaterra, se encuentran los nombres escritos en 1919 por un grupo de personajes de la burguesía malagueña:Eugenio y Augusto Taillefer, Otto Küstner, así como Paco (sic) y Miguel Such. Todo apunta a que esta última firma es la del gran arqueólogo de la entonces Sociedad Malagueña de Ciencias, quien por ese tiempo tenía 30 años y dos años antes, en 1917, había descubierto unos importantes restos arqueológicos en la hoy destruida cueva del Hoyo de la Mina ,en terrenos de la fábrica de cemento de La Araña. Además, por esos años y durante unos meses excavó la Cueva de Ardales con el famoso abate Henry Breuil, el padre de la Prehistoria moderna.
La relatividad, en este caso, consiste en que estas dos pintadas, las de la guiri desconocida y la de los personajes malagueños, han dejado de verse ya como un perjuicio para la cueva (en el caso de Miguel Such y compañía, en unos tiempos en los que esta práctica no se contemplaba socialmente como vandálica, como puede verse también en los dólmenes de Antequera).
La cuestión es si en Málaga las paredes de nuestras calles y monumentos (véanse las últimas actuaciones mastuerzas en la tapia del Cementerio Inglés o en casi todas las parroquias históricas del Centro) aguantarían tanto tiempo con estas pintadas -e incluso los mosaicos de Invader- para que las actuaciones pasen de gamberradas a piezas del pasado.
No lo parece. No están al final de una gruta oscura sino expuestas, con toda su zafiedad, al aire libre. Otra vez será.