En el Guadalmedina sigue en plena forma la charca de aguas quietas a la altura del puente de Armiñán, un futuro tesoro para los amantes de los mosquitos.
En esta sección, que el año que viene, como quien no quiere la cosa, cumplirá veinte años, alguna vez hemos hablado de los prodigios hidrológicos de nuestro subsuelo, aunque para no andarnos por las ramas, nos hemos referido a algún que otro charquito milenario.
Se trata de esos charcos que casi nos acompañan los 365 días del año y que aparecen en los sitios más inverosímiles de Málaga, uno no sabe si por algún número de prestidigitación del nivel freático o por los baldeos de Limasa, que terminan acumulándose en el mismo punto.
Los dos más conocidos, al menos para un servidor, son los que montan guardia al pie del antiguo edificio de Correos y Telégrafos, el actual Rectorado de la UMA, y el que, al pie de la Coracha, a dos pasos del túnel de la Alcazaba, saluda a los turistas que quieren emprender el ascenso a este jardín con más mármol que plantas.
Cuando faltan de casa y no es algo muy común, unos círculos concéntricos y negros dejan constancia en el suelo de que sólo han salido a por el pan y que volverán en un suspiro. Pero también en esta sección nos hemos hecho eco de un depósito de agua igual de pertinaz y bastante más grande, hasta el punto de que podría rivalizar si se lo propusiese con nuestros pantanos en periodo de máxima sequía.
Hablamos del lago ribereño que se forma en el Guadalmedina todos los años, a la altura del puente de Armiñan, unos treinta o cuarenta metros hacia la desembocadura, frente a una pequeña presa que salva el declive del río y cuyo nombre técnico es cadena de retención. Este almacén de aguas purulentas está henchido de alegría por las lluvias de las últimas semanas y cuando se aproxime el verano lo estará de bacterias y larvas de bichos.
Si en la desembocadura, a la altura del CAC, las aguas mansas también crean problemas, en las alturas, en mitad de la pradera verde que es el cauce en primavera, un aroma con personalidad se extenderá las próximas semanas por la avenida de Fátima y la de la Rosaleda, producto de todas estas bacterias y larvas cocidas en su propio jugo.
El problema es añejo; la solución desde luego aconseja que cualquier cosa que se haga en el río no sea meramente estética en el cauce sino también hidrológica, porque si nuestros políticos se limitan a construir puentes-plaza o cualquier otra zarandaja ajardinada, los charcos milenarios puede que sigan haciendo de las suyas y, de paso, seguiremos con la espada de Damocles de una avenida extraordinaria que el río sea incapaz de evacuar.
Mucho se teme un servidor, que la próxima reforma del Guadalmedina sólo traiga un exultante lavado de cara que terminará siendo agua de borrajas.
Está por ver si, por lo menos, acaba con estos poco evocadores focos de aguas estancadas bichos y demás parientes, como decía Gerald Durrell. Vamos, que en verano eviten el tramito.
Tiene ud. otra charca igual, o incluso mayor, a la altura del puente del Conservatorio Manuel Carra en Ciudad Jardín.