Otra alfombra, en vísperas de la Semana Santa

1 Abr

La explanada de Santo Domingo amanece esta primavera de color rojo por los concienzudos desayunos de las cotorras argentinas.

En 1834 un estudiante de Derecho de Harvard se lió la manta a la cabeza y en lugar de encerrarse con tomos de jurisprudencia e hincar los codos, se embarcó durante dos años en un par de buques mercantes para conocer la vida en el mar. De paso, visitó a fondo la, para nosotros, exótica California mexicana, porque todavía incluía ciudades como Los Ángeles, San Diego o San Francisco, antes de que, algo más de una década después, fueran arrebatadas por Estados Unidos gracias a una (forzosa) compraventa.

Por eso, cuando el loco del pelo naranja se alarma ante el creciente número de hispanos en esa zona de su país, habría que recordarle que los norteamericanos fueron los recién llegados y no al revés.

En cuanto a esta preciosa obra, Dos años al pie del mástil, escrita por el estudiante Richard Henry Dana y publicada en España por Alba editorial, además de dar un vuelco a los relatos de navegación y sacudirles un romanticismo trasnochado, se trata de un perfecto manual para aprender a observar nuevos mundos.

El joven Richard disfruta en esas tierras desconocidas para él y se siente fascinado por los fandangos, el toque de guitarra, las costumbres mexicanas, las misiones que visita…

Con este mismo espíritu observador de quien descubre, a escala microscópica, muy modesta, un nuevo mundo, un servidor comparte con ustedes una escena plagada de exotismo, que a lo mejor ha pasado desapercibida para la acelerada vida de tecnoyonqui de nuestros días.

La escena pueden descubrirla todas las mañanas de esta primavera en la pequeña explanada que hay a la derecha de Santo Domingo, en la que durante tantos años repartieron comida los Ángeles Malagueños de la Noche.

Allí comprobarán que pese a las alturas del año, el otoño se ha adelantado para los callistemon, árboles de origen australiano con esas alargadas inflorescencias rojas con las que se han ganado el nombre popular de limpiatubos.

No hay que ser un lince para descubrir que el suelo se encuentra plagado de esas deshechas escobillas, enrojecido por la llegada de un misterioso otoño que no tiene explicación climática.

Pero el misterio se resuelve en cuanto escuchamos un griterío y nos aproximamos a la copa. Veremos que las sempiternas cotorras argentinas están desayunando limpiatubos en su tinta. Con el pico desmenuzan la inflorescencia, que cae al pavimento como una exótica lluvia rojiza y, da la impresión, dan buena cuenta de los brotes.

Ya conocemos una parte más de la dieta de esta plaga con alas que, en vísperas de la Semana Santa, realiza su particular versión de la alfombra de romero de la Esperanza. Al marinero de Harvard, estamos seguros, le habría encantado.

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