El Ayuntamiento, tras las peticiones vecinales, valla el auditorio de Mangas Verdes para evitar el botellón y el lanzamiento de piedras.
El reciente intento de asalto de una sede política rival por militantes de la CUP en Cataluña nos recuerda que las prácticas tribales de exhibición de fuerza e intimidación del enemigo no terminaron en el Neolítico.
En el panorama mundial, los misiles que lanza a los cielos el monarca absolutista de Corea del Norte o las bravatas de un tarugo que trasciende los siglos como Donald Trump constatan que detrás de un político puede esconderse un australopiteco y lo mismo hay que decir de otras profesiones en las que prime más el esfuerzo personal que la obediencia a la estructura.
Esta introducción pseudoantropológica sirve hoy de entrada al reciente vallado del auditorio de Mangas Verdes, aunque para ser precisos, los vecinos de Monte Dorado subrayan que, en realidad, se encuentra en su barrio, casi en la línea divisoria entre las dos barriadas, separadas por el Arroyo Aceiteros. Y tienen razón.
Con respecto al vallado, dicho así, vallado, a palo seco, no tiene el relumbrón que se puede esperar del sencillo acto de colocar una valla, por eso nuestro Ayuntamiento siempre insiste en que, cuando se trata de rodear una estructura con vallas, en realidad lo que realiza es un vallado «perimetral» que, ese sí, da empaque a la operación y la coloca en su sitio: en el olimpo de las obras públicas.
El vallado perimetral de todo el perímetro es, dicho sea de paso, una vieja aspiración de la asociación de vecinos de Monte Dorado, que veía cómo este equipamiento infrautilizado era escenario de prácticas tribales del paso de la adolescencia a la inconsciencia, con un sencillo ritual que consistía en destrozar con la mayor virulencia posible el auditorio.
Eso sí, como ya dejó claro el historiador Huizinga, el juego tiene una importancia capital desde las primeras sociedades prehistóricas, así que no es de extrañar que los angelitos que acuden al auditorio también se dediquen a una práctica muy popular ya entre los neandertales: el lanzamiento de piedras.
En concreto, se trata de encestar ñoscos de un tamaño respetable, valga la redundancia, en el voladizo del auditorio, que muchas mañanas amanecía como si le hubieran caído encima restos de una erupción del Vesubio. Para que luego digan que el baloncesto lo inventó un canadiense a finales del XIX.
Otra variedad propiciada por la falta de vallas era el botellón y posterior lanzamiento de las botellas contra las gradas, lo que hizo posible que el recinto sólo fuera apto para fakires experimentados, y el resto de los mortales, que trajeran cojines bien mullidos.
Y quedaba el remate, la huella arborícola, la prueba de que descendemos de los monos y no es por insultar: un charco infecto junto al auditorio, con un olor inconfundible a urinario público abandonado.
Siempre pueden saltar la reja, pero seguro que el vallado perimetral frenará a los menos homúnculos. Ya es algo.