Hace unos quince años que Jane Austen reina en las librerías y en las salas de cine de medio mundo, de tal manera que en España ha pasado de un discreto segundo plano al estrellato más absoluto.
En las cabezas de miles de lectores y espectadores permanecen esas ingeniosas tramas en la que una desdichada joven consigue casarse con el hombre de sus sueños, después de participar en una verdadera carrera de obstáculos, en la que no falta ni un joven magistralmente sandio ni una señora con el alma de una urraca.
De sus novelas han quedado muy presentes los bailes, que no faltan en casi ninguna de ellas. Es el escenario perfecto para que los futuros esposos, ignorantes de lo que se les viene encima, se encuentren con la mirada y si es posible, bailen unos ritmos muy influenciados por el vecino siglo XVIII, en una época en la que –todo no iba a ser malo– no existía la canción del verano.
También en Los papeles póstumos del Club Picwick, de Dickens aparece muy detallada la celebración de uno de estos acontecimientos sociales. Y no se crean que estos se limitaban a la pérfida Albión. El pasado domingo la sección Mirando atrás habló de Teodoro Reding, el militar suizo vencedor de la batalla de Bailén. Pero antes de que estallara la guerra contra Napoleón, siendo gobernador civil y militar de Málaga, en 1807, publicó las normas para asistir a alguno de los bailes de carnaval que se iban a celebrar en un teatro de nuestra ciudad.
Para empezar, nada de desmelene y eso que comenzaba a las 10 de la noche y duraba hasta las 3 de la mañana. El baile era dirigido por cuatro bastoneros «y todos se conformarán con las disposiciones de estos para bailar y concluir cuando se les avise».
Los hombres debían acudir vestidos sin botas, «por ser incómodo para el baile» y las mujeres, bien cubiertas, salvo la cara. De hecho, se prohibía la entrada al evento de «hombres parados ni embozados, aunque sea bajo el pretexto de esperar y acompañar a sus amos y familias».
La celebración en el teatro contaba con un café contiguo al que los asistentes podían entrar y salir para comer, así como con un servicio de guardarropa, que no ha cambiado mucho en 200 años: «Habrá personas destinadas a recibir las ropas que se les entreguen, los cuales tendrán tarjetas con señales para no equivocar las prendas», reza el reglamento.
Y algo mucho más curioso todavía: se impedía entrar o salir al teatro con «hachas de viento encendidas», para evitar mal olor y por supuesto, un incendio. Estas hachas era unas mechas de esparto y alquitrán muy usadas durante el siglo anterior para alumbrar fiestas públicas.
Y siguiendo con las prohibiciones, nada de apagar las luces del teatro distribuidas sabiamente para el bailoteo. Y con respecto a los bromistas, el campo se les estrechaba bastante con la negativa de la autoridad a que en los bailes de carnaval se tiraran «anises, grajeas, bombillas de olor, ni otras cosas que pueda incomodar al público».
Una de las pocas alegrías de esta celebración tan reglamentada era que en la llamada cazuela, un palco sólo para mujeres, también se autorizaba la entrada de hombres. Un pequeño trozo (bailable) de la historia de Málaga.