Hace unos días comentamos la impresión que Emilio Prados tenía de que Málaga era una ciudad surrealista, en el sentido más estricto, pues lo decía en los tiempos en los que el movimiento surrealista estaba más en boga.
Hoy aportamos aquí dos anécdotas verídicas, la segunda de ellas en la que este firmante tomó parte, y que profundizan en las raíces oníricas e irracionales de esta ciudad, con un desarrollo urbanismo y algunos personajes públicos y privados acordes con el movimiento estético, a pesar de que la globalización y la crisis han desdibujado nuestro perfil más absurdo.
Imaginen la idílica playa de la Malagueta, recrecida hace unos 20 años, con esos chaveas dando volteretas en el aire, los pescadores ajenos a las ordenanzas de playa y los corredores dejándose los riñones mientras tratan de vadear el cauce del arroyo de la Caleta sin quedarse clavados en la arena.
Este escenario idílico, que podría haber recibido una Q de calidad turística, pero que es uno de los puntos negros de este año para Ecologistas en Acción por los nuevos espigones, se vio hace unas semanas invadido por una tribu de bromistas, de esos que no sopesan el alcance de sus bromas. Esta por cierto, era más vieja que un saco de gnomos: Consistía la broma en hacer pequeños agujeros en la arena, taparlos con periódicos y echar encima algo de arena para camuflar el invento.
Una de las víctimas en meter la pata fue un profesor de Educación Física, que probablemente se acordaría de las madres de los autores cuando cayó en la cuenta y en el agujero. El caso es que, como le dolía la pierna por esta trastada, fue al médico y para su sorpresa, gracias a este accidente le detectaron un tumor canceroso. Una historia digna de pasar a la gran pantalla.
Y si no pasar a la gran pantalla como superproducción de Hollywood, al menos por las pinceladas de exotismo que nos depara merece ser considerada propia del cine de autor la siguiente escena, que se desarrolló esta semana.
Sopla el viento en la calle Molina Lario como si no hubiera soplado nunca, con una fuerza que sólo han sentido en la cara las tripulaciones de los balleneros del Pacífico.
Este ventarrón insolente revolotea descarado levantando las faldas de las tentaciones que viven arriba, echa al aire –en expresión de júbilo no querido– las gorras de los turistas y derriba la torre de postales de una tienda de recuerdos.
Las postales, sin el sello ni la dirección de envío, suben en formación aérea por la plaza del Obispo. Medio centenar de rincones de Málaga, desde la propia Catedral al Teatro Romano, compiten con los pájaros mientras varios paseantes recolectan al vuelo las postales para devolverlas a la tienda.
El viento, no contento con el bochinche, tira una segunda torre y se desparraman por el suelo cartones con reproducciones de obras de Picasso al tiempo que algunas realizan un vuelo de reconocimiento sobre la plaza. Dos mujeres corriendo en la playa tratan de escapar por la calle Strachan y un balcón con vistas al sur de Francia caracolea muy cerca de los coches de caballos.
Viento monumental y rachas picassianas. De cine.