En una ciudad como Málaga, en la que Fellini se habría sentido como en casa por su amplia colección de individuos excéntricos y perturbados en todas las capas sociales y en todas las ramas del saber, peñas, colegios profesionales, cofradías y organismos públicos, no nos debe de extrañar la cinematográfica fusión del puerto con la ciudad que presenciamos el martes.
Lástima que el genio de Rímini no estuviera aquí para contarlo, porque se habría planteado rodar una segunda parte de Amarcord, con Málaga como escenario de sus memorias vitales.
El número administrativo del martes es la guinda a más de una década de negociaciones que para sí la hubiera querido George S. Kaufman, guionista de los Hermanos Marx. Ahí tenemos –como el caballo que pregona el Mocito Feliz– esa verja portuaria que lo mismo camina «palante» que camina «patrás», la polémica desaparición del silo o esos tiempos en los que la máxima atracción portuaria iba a ser un supermercado con jamones de bellota y otras hierbas.
Como ustedes sabrán, el martes la zona nueva del puerto abrió sus puertas para, a continuación, ordenarse su cierre por falta de licencia municipal, como si el Muelle Uno, con sus dimensiones de portaviones norteamericano difícil de esconder, fuese una churrería clandestina.
Lástima que, desde el punto de vista del Séptimo Arte, al cuajo y falta de reflejos de nuestro Ayuntamiento, que ha tenido todo el tiempo del mundo para mandar inspectores o para retrasar una semanita la inauguración, no le sucediera una procesión de indignados funcionarios de la Autoridad Portuaria, agitando papeles y gritando su desesperación por los muelles, como ese padre de Amarcord que, preso de la angustia por la presencia de su cuñado gorrón, intenta él mismo desencajarse la boca.
Y hablando de churrerías, de la falta de reflejos de nuestro Consistorio hablaba precisamente ayer a un servidor el nuevo inquilino de una conocida heladería de Capuchinos, que acaba de descubrir que el establecimiento ha estado funcionando además como churrería y cafetería sin licencia para ello durante los últimos 13 años. En todo ese tiempo, si alguna vez entraron inspectores municipales sería para mojar churros.
Pero ya que estamos en el puerto, deberíamos decir eso de pelillos a la mar. Los malagueños somos conscientes de nuestros defectos y de que vivimos en una suerte de realismo mágico mediterráneo que, aspirando siempre a lo más grande (faltaría más), en ocasiones se aposenta en las cumbres fatídicas del ridículo.
A uno le gustaría más seriedad, más sentido crítico y menos autobombo complaciente a todos los niveles pero así está el patio. Estaba escrito que con la unión del puerto con la ciudad los espacios portuarios iban a quedar inundados por la irracional forma de hacer las cosas al otro lado de la verja. Federico Fellini y Luis García Berlanga habrían disfrutado como niños de haber estado en Málaga esta semana. Qué geniales comedias no habrían escrito con este sainete administrativo. Va por ellos.
Y lo que nos quedará por vivir y sufrir de realismo mágico en Málaga, señor Alfonso!
Un saludo, y muchas gracias.