Tener un club en Primera División no implica que usted, que a lo mejor se encuentra en paro por esta conjunción de avaricia internacional y torpeza nacional, encuentre trabajo.
Que el Málaga siga un año más siendo testigo de cómo el Real Madrid o el F. C. Barcelona se alternan en el campeonato nacional de Liga no cambiará su cuenta corriente, pero como señala el escritor Javier Marías, «pocas cosas (como el fútbol) hacen que millones de personas salten a la vez de alegría».
La situación de Málaga siempre ha sido paradójica y además aquí ha habido pocas alegrías. Estamos hablando de una ciudad costera con un urbanismo enloquecido, que durante años ha tenido una pléyade de constructores y promotores a pleno rendimiento y que, haciendo gala de su complejo de nueva rica, exhibe sedes administrativas costosísimas, que dejan en pañales el palacio de Cnosos de Creta (y que no falten las fachadas acristaladas y el gasto excéntrico en aire acondicionado). Con este plantel de dispendio irracional y millones, Málaga debería haber contado con una lista de espera de personas dispuestas a invertir en el equipo de fútbol, pero no ha sido así.
De hecho, la trayectoria de los últimos 60 años del Málaga, en sus diferentes denominaciones, ha sido discretita por no decir totalmente anodina.
En esta locura en la que se ha convertido la Liga de las Dos Estrellas, sin dinero no hay posibilidades de aspirar a nada, como no sea al descenso. Así que la noticia de que un jeque árabe quiera poner dinero y cambiar la historia del club es, cuando menos, esperanzadora.
Dado que el capital de Málaga ha solido dar la espalda al equipo de Málaga capital, hora es de que otros aventureros prueben suerte y sobre todo, inviertan. Si la operación de Oriente Medio se confirma, aquí pueden llegar jugadores que podrían costar un tercio del antiguo presupuesto del club (o si lo prefieren, lo traducen en la clásica comparación de huevos y riñones).
Los seguidores malaguistas se merecían un hombre así, un «valiente» capaz de invertir hasta la camisa, precisamente porque vestuario le sobra con ganas. Quizás ahora podamos aspirar a ser un equipo no tan unido a la casa Otis. Ya saben, la de los ascensores. Suerte.
El traspiés
La anécdota es buena, aunque transcurra en la Semana Santa de hace medio siglo. Un hermano mayor del Jueves Santo subió a la tribuna (entonces discreta) de la plaza de la Constitución (entonces con otro nombre), para pedir la venia a Carmen Polo de Franco.
Al agacharse, le endiñó un capirotazo a tan importante señora, hasta el punto de que le movió la peineta, y de los nervios, el hermano mayor se dio una vuelta, pegó un traspiés y bajó rodando la tribuna, igual que un especialista en una película de Bud Spencer. El «descenso»?le trastocó el capirote, que se puso del revés, así que cuando se levantó, ayudado por sus azorados hermanos soltó:?«No pasa nada, me he quedado ciego pero lo importante es que la cofradía vaya bien» .