No se trata de que haya más delincuentes ni de que aumente la cantidad de actos delictivos… Se trata de que hace algunos años, casi sin notarlo, hemos abierto la puerta a un delito que no debería serlo: el ‘delito de opinión’.
Si nos dedicamos a leer meticulosamente las protestas podríamos hacer un catálogo: tantas contra el Gobierno, tantas contra los políticos, tantas por la situación económica, tantas por los disgustos deportivos, etc..
También podríamos preguntarnos copiando el tantas veces reproducido interrogante de aquella novela de Vargas Llosa («¿Cuándo se nos jodió Perú, Zabalita?») … ¿Cuándo se nos jodió España? Pero España es una nación con mucha historia y eso quizás multiplique las respuestas. Perú, en cambio, así, como nación ‘moderna’, parecía menos complicado. Claro que cuando Vargas Llosa se lanzó a la política se debe haber dado cuenta de que la respuesta seguía siendo complicada. Él simplificó aplicando una ‘plantilla’ fácil: los que convocan a elecciones son demócratas, buenos, coherentes, etc. Todos los demás son antidemocráticos, dictadores, de ideologías confusas… etc.
Yo tengo una sensación: sin hechos concretos ni fechas precisas. Hubo un momento en que se empezaron a mezclar las cartas. Se saltó una barrera. O varias. Se empezó a caminar por zona roja y en nada de tiempo se olvidó lo esencial: que la ‘opinión’ no puede ser delito.
Ahí empieza todo. Al menos en cuestión de principios, de normas, de valores. Cuando la ansiedad por encontrar culpables para todo se plantó en el centro del escenario. ¿Quiénes eran los ‘verdaderos’ culpables de que muriera gente, de que el terror jugara cada día un papel más importante? Y viendo las cosas desde otro ángulo: ¿por qué los nacionalismos (más adelante se les unieron los ‘populismos’) no eran puestos en la picota, como culpables directos de que emergiera tanta violencia? Por qué no se señalaba, sin temor, a tanto enemigo de… ¿de la democracia?… ¿de la unidad de España? ¿quizás de la paz social? ¿de la Monarquía?.. ¡De la transición misma!
¿Cuáles eran, al fin, los buenos?
Todo se empezó a hacer confuso. Y eso no ocurrió un día o a una hora determinada. Fue un proceso por el cual la sociedad perdió sus referentes. Odiábamos a los vascos, quizás porque los vascos nos odiaban a nosotros. Ahora se lleva más odiar a los catalanes. Quizás porque los catalanes nos odian a nosotros. Y también podríamos dedicarnos a odiar a los moros. Es cierto que desde la Guerra Civil se asocia un poco a los moros con el franquismo («los moros que trajo Franco/en Madrid quieren entrar/mientras quede un miliciano/los moros no pasarán»). Y ahora vendría a ser al revés parece que los franquistas son los que más urgen a ‘limpiar’ España de musulmanes.
Todas estas confusiones se vuelven a mezclar y nos va quedando un ‘paisaje’ político intrincado. La falta de claridad se adueña de todo. ¿Volveremos a mirar a los vascos como españoles? ¿Volveremos a ver a los vecinos de enfrente, que todo el tiempo han enviado inmigrantes y que ahora son el trampolín para que los africanos traten de meterse en Europa, como esos ‘paisa’ con los que casi simpatizábamos.
¿Y qué hacer con esos choques constantes, tan absurdamente alejados de la realidad cotidiana… esos choques entre fascistas y comunistas que no les interesan casi a nadie? ¿No ha llegado el momento de volver al debate, a la discusión, en vez de entrecruzar constantemente pedidos de censura, de ceses, de persecuciones, de nuevas prohibiciones?
¿No estamos en ese instante apropiado para pedir ‘minuto’, hacer un corro y plantear otra estrategia? No creo que sea demasiado complicado. Quizás bastaría con volver a la idea de que el ‘delito’ está en la acción y no en la opinión. Muchos terroristas mueren al ejecutar sus planes. Es casi imposible saber, de verdad, cuáles opiniones y cuáles ideas les impulsaron a la acción, al suicidio con asesinato o al asesinato con suicidio…
El peligro mayor del delito de opinión es que se contagia y va infectando todas las propuestas de cambio… ¿Hasta dónde podemos llegar en el castigo o la represión de ideas y propuestas alternativas? ¿Dónde está el límite? A quienes se otorgan a sí mismos ‘matrícula’ de demócratas… ¿les da eso atribución de ‘inspectores’ de democracia? ¿Se convierten en ‘vigilantes’ del Sistema con autoridad para trazar rayas rojas y recortar así el terreno que las fuerzas políticas, de todo matiz, necesitan para que la democracia misma sobreviva?