En vez de negar toda virtud a la transición, quizás deberíamos intentar revalorizarla poniéndola como escalón para un acuerdo que evite al temido ‘choque de trenes’ con Cataluña.
Después de haber seguido de lejos, durante un largo periodo, la huella de los vascos ‘independentistas’, ahora las ansias autonómicas de algunas regiones se han apuntado a mantener, también a distancia prudencial, la trocha que van abriendo los catalanes.
Es un camino estrecho y lleno de dificultades. Pero también es cierto que se va abriendo paso la ‘tercera vía’, la del ‘derecho a decidir’. Dejando ideologías aparte, en el estricto campo de lo político se va dibujando con mucho esfuerzo un nuevo ‘mapa’, una ‘tercera vía’ que es como decir: “…vale, dejemos eso ahora…pero que quede claro que en el futuro nosotros vamos a decidir”. Esta definición indefinida, gran balonazo al cielo, cabrea a unos y a otros y es justamente porque antepone lo político a lo ideológico.
Esta tercera vía tiene una ventaja indudable y quizás única: permite ganar tiempo. Pero esos dos feroces trenes ansiosos por entrar en colisión (ya se sabe: el corazón tiene razones que la razón no entiende) en realidad estiman más importante confrontar y dejar el ‘paisaje’ catalán lleno de astillas que volver, penosamente, al campo de la tolerancia y el diálogo. En esta intransigencia es, quizás, en lo único en que coinciden los ‘españolistas’ y los ‘independentistas’.
Pero para terminar de embarrar el campo, la disputa interna del PSOE viene a desembocar, entre otras cosas, en apuntar al renacido partido a la creación de un camino distinto también al de las dos locomotoras en busca de un sonoro zambombazo: consagrar una España “plurinacional” en la que ‘quepan’ todos aunque reclamando a todos una honrada promesa de fidelidad. Curiosamente, la “plurinacionalidad”, convertida en escudo de la unidad de España, resucitada ahora por Pedro Sánchez para encontrar una salida política, es un ‘invento’ de los viejos dinosaurios socialistas hoy desplazados de la ‘cadena de mando’.
Sin embargo, los avalistas de hoy para esas ‘viejas nuevas ideas’, encabezados por la señora Díaz, quieren presentarlas como artificios de Pedro Sánchez para encajar, algo forzadamente, las piezas de este puzzle imposible de armar.
Conviene volver atrás y recordar que, efectivamente, ningún pueblo puede ser despojado de su capacidad de elegir su propio futuro. Alguna vez lo hemos señalado: para que el Real Madrid (o cualquier otro) abandonara la Liga…¿deberían votar todos los fans de todos los clubs o bastaría con que lo hicieran los madridistas? ¿Deberían, por ejemplo, los forofos del Barcelona o los del Betis (o cualquier otro) ser beneficiarios de ese ‘derecho a decidir’ que en tal situación seguramente reivindicarían los socios del Real Madrid?
Claro que, si saltamos al otro punto de vista, deberíamos partir de otra realidad: las poderosas fuerzas que respaldan al actual sistema plantearían probablemente una situación de hecho, una prueba de fuerza en la que se pondrían sobre la mesa armas violentas. En tal caso la situación de peligro se haría muy fuerte. Al primar lo político ya descarnadamente, las posiciones se redefinirían: muchos ciudadanos españoles se plantearán simplemente (como lo están buscando los que se oponen tajantemente a la autonomía catalana) que solo se pretende ‘romper’ a España y reaccionarán polarizándose totalmente…como ya en parte viene ocurriendo pero de modo abierto y generalizado; “no permitiremos que España se quiebre”.
De ese modo, la realidad es sometida a un proceso ‘físico’ fuera de toda discusión ideológica: a un lado los que quieren mantener la ‘patria unida’ y del otro lado quienes quieren romper “la unidad”.
Los independentistas insistirán en su linea de siempre y acusarán a sus rivales ‘españolistas’, sin discriminación, de ‘fachas’; los ‘españolistas’ reducirán a los ‘independentistas’ también a un único conglomerado y les tildarán de antipatrióticos. Ese es el lugar en el cual lo ideológico se difumina (o se usa solo como arma arrojadiza) y ahi parecen renacer los protagonistas de aquella canción, el gallo negro y el gallo rojo, y con ello habrán quedado entre paréntesis cuatro décadas de transición. ¿La transición no habrá servido para nada? Llegado a ese punto, probablemente no; pero si llegamos a ese punto será porque ya habremos dilapidado esa ambigua pero útil herencia. ¿Habría, entonces, que revalorizar la transición? ¿O al revés? ¿No deberíamos pensar que las cosas no se han hecho bien? … ¿que muy flojo sería ese techado si ha aguantado tan poco?