Si llegara una delegación de observadores interplanetarios y les diéramos la ‘cartilla’ de la democracia probablemente no encontrarían ningún país donde se esté cumpliendo.
Si bajara de un OVNI un comité de expertos marcianos y se le entregara una cartilla con las reglas básicas de la democracia, invitándolo a investigar si se ponen en práctica, daría tres vueltas al mundo y volvería tan confuso como nuestros tribunales. Es decir, con uno o dos votos disidentes, señalando que han encontrado un par de países donde una parte minúscula de la cartilla se estaría aplicando. El dictamen de la mayoría del comité diría escuetamente que aquellas reglas básicas no se están cumpliendo en ningún lado. Ahora mismo está desplegándose una creciente campaña para advertirnos de que los ‘totalitarismos’ se están extendiendo y nadie parece encontrar un remedio. Quizás aquella cartilla debería completarse con una primera norma de obligado cumplimiento: antes que echar balones fuera, los reales y presuntos demócratas deberían estar obligados a hacer autocrítica. Mientras no detecten y combatan sus propias responsabilidades, inútil va a ser que lancen cada día una andanada de diatribas contra los ‘totalitarios’.
Hay dos preguntas básicas: ¿Cómo han nacido y progresan esos movimientos caracterizados como ‘extrema derecha’ o como ‘antisistema’? ¿Cómo es que, ante ese crecimiento de sus rivales, los demócratas solo atinan a ‘copiar’ los métodos totalitarios?
Una simple ojeada al ‘mapa’ político de Europa nos muestra el avance de los críticos del sistema. En Europa del Este quizás con más ínfulas dictatoriales. Pero estas tendencias no se limitan de ningún modo a las naciones excomunistas: toman cuerpo en Alemania, Francia, el Reino Unido, Holanda, etc. Y se las denuncia con indignación, olvidando que personajes como Sarkozy o Berlusconi ya han ocupado sitios muy ‘respetables’ en la política europea. De hecho, los únicos lugares donde no han florecido (todavía) son los que cuentan con una fuerza dominante de tendencia conservadora que ‘tapona’ la aparición de estos ‘ultras’ con políticas muy similares a las que ellos proponen, como es, precisamente, el caso de España.
Parece que lo que está naciendo es una tendencia a ‘explicar’ estos fenómenos sin acudir a las simplificaciones excesivas, algo de lo que se acusa a los nacientes ‘ultras’ pegándoles rápidamente la etiqueta de ‘populistas’. Muchas veces hemos hablado del uso ideológico que hace el sistema del término ‘populismo’: lo utiliza en vez de ‘demagogia’. Los populistas, como ocurrió en Rusia en el siglo XIX, reclamaban el protagonismo de las masas populares en vez del ‘elitismo’ de los marxistas, que querían hacer la ‘revolución’ siguiendo a minorías intelectuales que ‘capitanearan’ el proceso. Demagogia, en cambio, supone ‘decir al pueblo’ lo que quiere escuchar.
En estos días, junto al discurso de viejos derechistas (como el antiguamente llamado ‘nuevo filósofo’ Bernard Henry Lévy) que todavía es capaz de querer preservar a Israel hablando de la ‘vociferación propalestina’, aparecen todavía tímidos mensajes como este: «¿Qué es el fascismo, aparte de un insulto-muletilla que lanzan a menudo, sin saber lo que dicen, las cabezas vacías de la política?». (Gabriel Tortella). O como la siguiente definición de populismo (Fernando Aramburu): «Contrapone los ricos a los pobres, las elites a las clases populares los extranjeros a los nacionales, los musulmanes a los cristianos» Para añadir: «aprovechan los miedos e incertidumbres para sus fines partidistas e incluso los fomentan (…)».
Si rastreamos de dónde han nacido el miedo y la incertidumbre nos aproximamos a encontrar ‘culpables’ de la situación actual: vienen de una sociedad entregada a los intereses de la banca y el gran capital, que nos han ido llevando al borde mismo del abismo que ahora denuncian.
Y si salimos de Europa el panorama es desolador. No solo por las crisis y la cortedad de miras de quienes han buscado alternativas (como algunos países latinoamericanos) sino por algo aún más imponente: Mr. Trump ha llegado a ser candidato a presidir los Estados Unidos. Solo su candidatura, aunque pierda, supone que la antiguamente llamada ‘gran democracia del norte’ está a merced de unos cuantos votos de convertirse en la negación de la democracia. La tertulia entre los observadores interplanetarios es muy sensata y sin sobresaltos: ellos son meros testigos del espectáculo terrícola. Nosotros, que no podemos hacer lo mismo, debemos reclamar por la sangrante situación de un mundo salpicado de guerras de intereses. Y solo le podemos pedir cuentas a los demócratas, que han tirado a la papelera la cartilla.